Haití es la más descarnada metáfora de lo que nos espera como especie: el desastre. Si no se ha sido capaz de afrontar adecuadamente la tragedia de un pequeño país que hace un año pareció desatar una oleada de solidaridad mundial frente al terrible terremoto que terminó de devastarlo, entonces no queda ya la más mínima posibilidad de que avancemos hacia un mundo menos infame. Se dijo que se iba a levantar un país nuevo, que el terremoto se convertiría en una oportunidad que tendría el efecto de sacar esta medio isla caribeña del lodazal. El guión de lo que ocurrió después es sobradamente conocido. Es el mismo guión que algún cineasta maldito rueda una y otra vez: una mezcla de inoperancia, desidia e hipocresía que termina siempre por imponerse.
Forges lo tenía claro desde el principio: la cosa no iba a durar más que lo que aguantase el efecto mediático. Y en nuestra sociedad global de la información los acontecimientos son, por definición, efímeros. Su admonición diaria, “no olvides Haití”, era, en el fondo, la crónica de una muerte anunciada. La muerte de la esperanza. Vivimos en un mundo mediado por algún tipo de pantalla cuyo efecto inmediato es la anestesia y la indiferencia. Al final, esta y todas las miserias no dejan de ser un capítulo más de un serial interminable.
Jamás un país empobrecido podrá salir del pozo mientras rija este orden mundial. Al contrario, gran parte de la humanidad está condenada a hundirse paulatinamente en el sin fin de problemas que crecen exponencialmente. Y ¿a quién le importa? De nuevo, la “crisis” mundial ha venido a dar la coartada. Que se salve quien pueda, que cada uno cargue con su cruz -sin reparar que para algunos la cruz ha devenido en viga de hormigón. ¿Cómo destinar recursos a un país empobrecido, o a uno como Haití especialmente golpeado por la historia y la tragedia, cuando en los países enriquecidos aumentan las bolsas de pobreza? Si antes, en la época de las vacas gordas no se hacía, ahora parece hasta ridículo planteárselo -dicen muchos. Lo cierto es que al final el resultado es siempre el mismo. No hay esperanza, no hay oportunidades, no hay justicia para quien nada tiene. La humanidad no tiene futuro si se deja en las estacada sistemáticamente a todos los 'Haití' del mundo.
Forges lo tenía claro desde el principio: la cosa no iba a durar más que lo que aguantase el efecto mediático. Y en nuestra sociedad global de la información los acontecimientos son, por definición, efímeros. Su admonición diaria, “no olvides Haití”, era, en el fondo, la crónica de una muerte anunciada. La muerte de la esperanza. Vivimos en un mundo mediado por algún tipo de pantalla cuyo efecto inmediato es la anestesia y la indiferencia. Al final, esta y todas las miserias no dejan de ser un capítulo más de un serial interminable.
Jamás un país empobrecido podrá salir del pozo mientras rija este orden mundial. Al contrario, gran parte de la humanidad está condenada a hundirse paulatinamente en el sin fin de problemas que crecen exponencialmente. Y ¿a quién le importa? De nuevo, la “crisis” mundial ha venido a dar la coartada. Que se salve quien pueda, que cada uno cargue con su cruz -sin reparar que para algunos la cruz ha devenido en viga de hormigón. ¿Cómo destinar recursos a un país empobrecido, o a uno como Haití especialmente golpeado por la historia y la tragedia, cuando en los países enriquecidos aumentan las bolsas de pobreza? Si antes, en la época de las vacas gordas no se hacía, ahora parece hasta ridículo planteárselo -dicen muchos. Lo cierto es que al final el resultado es siempre el mismo. No hay esperanza, no hay oportunidades, no hay justicia para quien nada tiene. La humanidad no tiene futuro si se deja en las estacada sistemáticamente a todos los 'Haití' del mundo.
No sabes cuanto me duele tener que darte la razón. Me da la sensación que la humanidad tras muchos dolores se reducirá y se escindirá de una forma flagrante. Unos pocos ricos y geneticamente enriquecidos, y el resto, la carne de cañón de siempre, los "haitianos". Un fuerte abrazo.
ResponderEliminarLa historia o las artimañas de este sistema caduco, podrido en toda su extensión, se repite y a Haití le sucede lo mismo que a otro muchos pueblos que no duermen sobre bolsas de petroleo, diamante u oro. En ese caso, las zarpas y las fauces de este sistema moribundo ya se hubiesen afincado y estarían haciendo lo que hacen las multinacionales con el Congo: expoliar recursos naturales, crear guerras civiles y miseria. El interés financiero en Haití no existe, por lo tanto las promesas de ayuda de los países ricos se diluyen en su propia mentira. Finalmente, este pueblo inmerso en la desesperación estará a disposición, de una forma u otra, de los carroñeros.
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