jueves, 13 de enero de 2011

El Impertinente (1) Narciso en la peluquería

Acudo últimamente a una peluquería masculina en la que me han encontrado la manera de disimular mi alopecia incipiente. De toda la vida, las barberías (término claramente en desuso) fueron los mentideros sociales, el lugar donde se le tomaba el pulso a la vida del pueblo. En esto no han cambiado demasiado aunque hoy se les denomine “centros de belleza”, “peluquerías unisex” o “asesorías de imagen”. Siguen siendo, con todo, el lugar idóneo para testar tendencias y pulsar el estado de idiotización colectiva. Una de las cosas que llama la atención es la creciente importancia que la población masculina otorga a su apariencia física. Esto no tendría nada de malo si no fuera porque, al final, es lo único a lo que se le otorga importancia. Tengo que disimular la sonrisa cuando observo al personal escudriñando hasta el último de sus pelos en el espejo, repasando una y mil veces la longitud del tupé (seguro que tampoco se dice así), dando indicaciones milimétricas al peluquero de cómo quiere el corte de las patillas o comentando que ya va siendo hora de hacerse la depilación completa (máxima preocupación que suele ocupar su sesera). Antes, lo recuerdo de pequeñito, en las barberías se hablaba de fútbol pero también de política. Ahora.... bueno, ya saben. Narciso solo tiene tiempo para su aspecto. Curiosamente, no valora que una parte importante de su aspecto, entendido como la primera impresión que se lleva el otro de uno mismo, es el lenguaje. O sí. Ahora que lo pienso reducir el número de palabras disponibles al mínimo y utilizar una expresión entrecortada y zafia está en consonancia con la imagen que se busca con tanta dedicación.
El caso es que este comportamiento puede observarse a edades cada vez más tempranas. No entiendo el gusto de algunos padres por querer convertir a sus hijos en adultos tempranos, en disfrazarlos de adolescentes antes de tiempo, de exhibirlos como si la vida fuera una enorme e interminable pasarela. Al final estamos “robando la infancia” por un lado y prolongando la adolescencia ad infinitum por el otro. La obsesión por la imagen se ha convertido en una enfermedad. No nos permitimos un renuncio y no se lo permitimos a los demás. Detrás de esto hay, como no podía ser de otra manera, una enorme manipulación. Se trata de convertir a los niños en potenciales consumidores casi desde que les salen los dientes de leche. Personas que desde que empiezan a ir al colegio ya entienden de marcas, son del Madrid o del Barsa con el mismo apasionamiento de un adulto, exigen aparatos tecnológicos y todo tipo de artilugios para estar “entretenidos” a cambio de que los padres puedan respirar un rato (hay que ver con qué rapidez aprenden las técnicas básicas del chantaje). Los expertos en marketing saben que los jóvenes tienen hoy una capacidad de compra enorme, que siguen las tendencias con total disciplina, que condicionan las decisiones del resto de la familia. Con los años se vuelven esclavos del consumo, desarrollan egos hipertrofiados, manifiestan una baja tolerancia a la frustración y viven por y para reventar las puertas de su armario a base de llenarla de ropa hasta los topes. Narciso está acostumbrado a que sus padres aflojen de la cartera: carné de conducir a los dieciocho años recién cumpliditos, coche para salir con la novia (y no cualquier coche, cuidado), móvil de ultimísima generación, dinero para ropa según los cánones y para tenis de setenta euros por lucir una ridícula marca en el lateral, etc. A nuestro amigo cosas como el esfuerzo, la política, la educación o el medioambiente (por poner solo unos ejemplos manidos) le suenan a chino mandarín. La vida es como a él le apetece no como es. El mundo es un enorme parque de atracciones, un polideportivo donde echar un partidito de fútbol, un banco en la plaza donde reunirse con los colegas. Queda por ver cómo reacciona Narciso ante esta época de crisis y de estrangulación del crédito ilimitado.
Hay que admitir, de todos modos, que esta conducta ha sido siempre una constante a lo largo de la historia. Los jóvenes, impulsados por su torbellino hormonal, pasan indefectiblemente por lo que antes se llamaba la “edad del pavo”. Es, incluso, una etapa necesaria donde se afianza la personalidad y se empieza a ocupar un lugar en el entramado social. El problema es que actualmente esta fase empieza antes y no parece terminar nunca, como dijimos más arriba (de hecho las consultas de los psicólogos están llenas hoy en día de personas aquejadas de 'Síndromes de Peter Pan', los eternos adolescentes). El elemento preocupante es que esta etapa de la vida ha quedado reducida a una compulsión consumista, un proceso de descerebración alarmante, una vacuidad insolente, un ejercicio de puro narcisismo en consonancia con el decorado social que nos rodea. Una pena.

2 comentarios:

  1. Me pregunto si se podría aliviar semejante etapa mediante una preparación previa, a lo largo de la primera parte de la niñez, acerca de "ciertas realidades" para que cuando llegue la adolescencia su seguridad en su peso específico no les permita ser arrastrados en exceso. Un fuerte abrazo.

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  2. No hay otra fórmula. Esta compulsión narcisista-consumista se genera precisamente en la infancia. Un abrazo desde Canarias.

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