Todavía bajo el efecto de la indignación que me ha causado lo relatado en el post anterior no he podido dejar de plantearme alguna disquisición estética. Es muy común oír aquello de “¿eso es arte?” refiriéndose a una obra de arte contemporánea. En algunos casos se añaden expresiones del tipo “pero si eso lo hago hasta yo” o “¿eso qué sentido tiene?”. Detrás de estas expresiones se esconden algunas ideas preconcebidas muy interesantes. En primer lugar la idea de que el arte es el resultado de una técnica o destreza compleja que está fuera del alcance de la mayoría; después, que toda manifestación artística debe tener un significado que se revela de manera diáfana al sujeto y por último que el arte es, de alguna manera, un espejo de la realidad. Cualquiera que esté amueblado con estos criterios es un candidato a formar parte del club de los abominadores del arte contemporáneo.
A partir de que, a mediados del siglos XIX, se inventara la cámara fotográfica el arte, sobre todo la pintura y la escultura, emprendió un nuevo rumbo. Hasta entonces, las distintas variantes del realismo predominante dejaban de tener sentido. Para obtener una fiel instantánea de la realidad circundante ya estaba el aparatito de marras. Desde entonces la cosa se ha complejizado bastante. Ahora el arte suele ser el resultado de la peculiar y subjetiva visión del artista, puede tener una vocación provocadora o reivindicativa, podría ser una mera recreación plástica sin mayores pretensiones, el resultado de un impulso emancipador o de todo lo contrario, de un intento de seducir al público con pérfidas intenciones. En cualquier caso, el arte contemporáneo requiere del espectador una actitud y una receptividad completamente diferente. Un vistazo apresurado a los últimos 150 años de la Historia del Arte bastaría para comprobar ese apasionante estallido de la subjetividad que hemos vivido desde entonces.
Nadie pone en cuestión que “Las Meninas” de Velázquez o El “Nacimiento de Venus” de Boticelli son obras cumbres de la Historia del Arte. A nadie se le ocurriría despreciar la “Novena de Beethoven” o la escultura “El Pensador” de Rodin. Pero hay que pensar que estas fueron obras innovadoras en su época y que si pasaron a la historia fue porque aportaron algo nuevo. Lo que sería ridículo es que hoy en día un pintor enfocara su profesión como un remedo de Velázquez o que un compositor presentara una sinfonía que muy bien podría haber sido compuesta a finales del siglo XVIII. Toda manifestación artística es expresión de una época y habla con los códigos propios de cada momento. Y en eso está la gracia. Hay que reconocer, sin embargo, que los procesos por los cuales una obra pasa a la categoría de clásico incuestionable tiene un cierto fondo misterioso. El complejo entramado del arte incluye hoy en día aspectos sociológicos y hasta económicos que muchas veces van más allá de la obra en sí.
Les adjunto una reproducción que ejemplifica lo que estamos hablando de una manera extrema. Se trata de la pintura “Number One" (1948) de Jackson Pollock. Este autor está encasillado dentro del llamado expresionismo abstracto, un movimiento que despertaría en la mayoría de los mortales las preguntas con las que comenzamos este artículo. Pollock utilizaba la técnica del “dripping” (goteo) que además era también una apuesta estética. Despreciaba la técnica y los usos convencionales y su pintura trataba de ser el resultado de una acción corporal. Hoy los cuadros de Pollock cuelgan en los principales museos de arte contemporáneos.
No puedo sino esbozar una sonrisa imaginándome a un concejal medio de Cultura frente a un “drapping” de Pollock. Si por él fuera terminaría también en el vertedero.
A partir de que, a mediados del siglos XIX, se inventara la cámara fotográfica el arte, sobre todo la pintura y la escultura, emprendió un nuevo rumbo. Hasta entonces, las distintas variantes del realismo predominante dejaban de tener sentido. Para obtener una fiel instantánea de la realidad circundante ya estaba el aparatito de marras. Desde entonces la cosa se ha complejizado bastante. Ahora el arte suele ser el resultado de la peculiar y subjetiva visión del artista, puede tener una vocación provocadora o reivindicativa, podría ser una mera recreación plástica sin mayores pretensiones, el resultado de un impulso emancipador o de todo lo contrario, de un intento de seducir al público con pérfidas intenciones. En cualquier caso, el arte contemporáneo requiere del espectador una actitud y una receptividad completamente diferente. Un vistazo apresurado a los últimos 150 años de la Historia del Arte bastaría para comprobar ese apasionante estallido de la subjetividad que hemos vivido desde entonces.
Nadie pone en cuestión que “Las Meninas” de Velázquez o El “Nacimiento de Venus” de Boticelli son obras cumbres de la Historia del Arte. A nadie se le ocurriría despreciar la “Novena de Beethoven” o la escultura “El Pensador” de Rodin. Pero hay que pensar que estas fueron obras innovadoras en su época y que si pasaron a la historia fue porque aportaron algo nuevo. Lo que sería ridículo es que hoy en día un pintor enfocara su profesión como un remedo de Velázquez o que un compositor presentara una sinfonía que muy bien podría haber sido compuesta a finales del siglo XVIII. Toda manifestación artística es expresión de una época y habla con los códigos propios de cada momento. Y en eso está la gracia. Hay que reconocer, sin embargo, que los procesos por los cuales una obra pasa a la categoría de clásico incuestionable tiene un cierto fondo misterioso. El complejo entramado del arte incluye hoy en día aspectos sociológicos y hasta económicos que muchas veces van más allá de la obra en sí.
Les adjunto una reproducción que ejemplifica lo que estamos hablando de una manera extrema. Se trata de la pintura “Number One" (1948) de Jackson Pollock. Este autor está encasillado dentro del llamado expresionismo abstracto, un movimiento que despertaría en la mayoría de los mortales las preguntas con las que comenzamos este artículo. Pollock utilizaba la técnica del “dripping” (goteo) que además era también una apuesta estética. Despreciaba la técnica y los usos convencionales y su pintura trataba de ser el resultado de una acción corporal. Hoy los cuadros de Pollock cuelgan en los principales museos de arte contemporáneos.
No puedo sino esbozar una sonrisa imaginándome a un concejal medio de Cultura frente a un “drapping” de Pollock. Si por él fuera terminaría también en el vertedero.