viernes, 26 de febrero de 2010

Arte a todas horas (1) ¿Eso es arte?

Todavía bajo el efecto de la indignación que me ha causado lo relatado en el post anterior no he podido dejar de plantearme alguna disquisición estética. Es muy común oír aquello de “¿eso es arte?” refiriéndose a una obra de arte contemporánea. En algunos casos se añaden expresiones del tipo “pero si eso lo hago hasta yo” o “¿eso qué sentido tiene?”. Detrás de estas expresiones se esconden algunas ideas preconcebidas muy interesantes. En primer lugar la idea de que el arte es el resultado de una técnica o destreza compleja que está fuera del alcance de la mayoría; después, que toda manifestación artística debe tener un significado que se revela de manera diáfana al sujeto y por último que el arte es, de alguna manera, un espejo de la realidad. Cualquiera que esté amueblado con estos criterios es un candidato a formar parte del club de los abominadores del arte contemporáneo.
A partir de que, a mediados del siglos XIX, se inventara la cámara fotográfica el arte, sobre todo la pintura y la escultura, emprendió un nuevo rumbo. Hasta entonces, las distintas variantes del realismo predominante dejaban de tener sentido. Para obtener una fiel instantánea de la realidad circundante ya estaba el aparatito de marras. Desde entonces la cosa se ha complejizado bastante. Ahora el arte suele ser el resultado de la peculiar y subjetiva visión del artista, puede tener una vocación provocadora o reivindicativa, podría ser una mera recreación plástica sin mayores pretensiones, el resultado de un impulso emancipador o de todo lo contrario, de un intento de seducir al público con pérfidas intenciones. En cualquier caso, el arte contemporáneo requiere del espectador una actitud y una receptividad completamente diferente. Un vistazo apresurado a los últimos 150 años de la Historia del Arte bastaría para comprobar ese apasionante estallido de la subjetividad que hemos vivido desde entonces.
Nadie pone en cuestión que “Las Meninas” de Velázquez o El “Nacimiento de Venus” de Boticelli son obras cumbres de la Historia del Arte. A nadie se le ocurriría despreciar la “Novena de Beethoven” o la escultura “El Pensador” de Rodin. Pero hay que pensar que estas fueron obras innovadoras en su época y que si pasaron a la historia fue porque aportaron algo nuevo. Lo que sería ridículo es que hoy en día un pintor enfocara su profesión como un remedo de Velázquez o que un compositor presentara una sinfonía que muy bien podría haber sido compuesta a finales del siglo XVIII. Toda manifestación artística es expresión de una época y habla con los códigos propios de cada momento. Y en eso está la gracia. Hay que reconocer, sin embargo, que los procesos por los cuales una obra pasa a la categoría de clásico incuestionable tiene un cierto fondo misterioso. El complejo entramado del arte incluye hoy en día aspectos sociológicos y hasta económicos que muchas veces van más allá de la obra en sí.
Les adjunto una reproducción que ejemplifica lo que estamos hablando de una manera extrema. Se trata de la pintura “Number One" (1948) de Jackson Pollock. Este autor está encasillado dentro del llamado expresionismo abstracto, un movimiento que despertaría en la mayoría de los mortales las preguntas con las que comenzamos este artículo. Pollock utilizaba la técnica del “dripping” (goteo) que además era también una apuesta estética. Despreciaba la técnica y los usos convencionales y su pintura trataba de ser el resultado de una acción corporal. Hoy los cuadros de Pollock cuelgan en los principales museos de arte contemporáneos.
No puedo sino esbozar una sonrisa imaginándome a un concejal medio de Cultura frente a un “drapping” de Pollock. Si por él fuera terminaría también en el vertedero.

lunes, 22 de febrero de 2010

El Catalejo (2) Arte en el basurero

Carmensa León es una de las escasas artistas canarias que tiene algunas obras escultóricas distribuidas por la isla de Tenerife. En mi municipio, Los Realejos, tiene (o tenía) dos: una obra figurativa en bronce muy popular y apreciada dedicada al Mencey (rey) Bentor y, hasta hace unas semanas, una obra no figurativa, en acero inoxidable, dedicada a los molinos de agua. El Ayuntamiento de Los Realejos, aprovechando unas obras de remodelación de la rotonda donde estaba situada terminó por tirar al vertedero este conjunto escultórico. Una obra que, según tengo entendido aunque no puedo afirmarlo con rotundidad, costó no menos de 24.000 €. El “gracejo popular” había bautizado a esta obra como “la fuente del coño” porque, según parece, la gente se preguntaba “¿qué coño es eso?” Esto parece un episodio de “Crónicas de un pueblo”, ya lo sé. Sin embargo, una cosa es, digámoslo suavemente, el escaso nivel estético-artístico de la mayoría de nuestros conciudadanos y otra la irresponsabilidad de nuestros ediles. Si la escultura que diera lustre a un lugar central del municipio, donde confluye una de las vías de comunicación principales, las casas consistoriales, dos centros educativos, hubiese sido el típico homenaje a la madre o al inmigrante, con alguna figura afectada y efectista, la gente habría puesto el grito en el cielo. En realidad el ayuntamiento la habría tratado con algodones y se hubiera apuntado un tanto en aquello del cuidado del patrimonio. Pero siendo, a ojos de esta pandilla de iletrados, un conjunto de hierros retorcidos la cosa no merecía mayor atención. ¿Qué se podría hacer con estos personajes? ¿algún curso acelerado de Historia del Arte con especial atención al arte contemporáneo? Se admiten sugerencias.
En la primera fotografía pueden observar el conjunto escultórico en su emplazamiento original y en la segunda su triste destino. Tuve la oportunidad de ser compañero de centro de Carmensa y conozco su gran capacidad creativa y la valía del conjunto de su obra. Lo que ha hecho el Ayuntamiento de Los Realejos es una auténtica tropelía, algo propio de unos indocumentados culturales que no ven más allá de halagar la cosa popular (aunque tampoco es que se caractericen por la protección del patrimonio histórico-artístico -pero eso sería tema de otro post monográfico).

viernes, 19 de febrero de 2010

El Impertinente (3) ¿A quién le importa lo público?

En agosto de 2008 publicaba este artículo en Tangentes. Sinceramente creo que no ha pérdido un ápice de actualidad. Sobre todo ahora que, crisis de por medio, todas las miradas se dirigen con malicia hacia el mundo de lo público.

De niño solía jugar mucho en un tramo de uno de esos anchos e imponentes barrancos que surcan el norte de Tenerife. En un punto concreto, cerca de su desembocadura, la trasera de un grupo de casas lindaba con el mismo. Observaba con indignación la terrible costumbre de algunos vecinos de tirar las basuras directamente al barranco. Esta conducta, repetida durante años, había hecho que al pie de sus casas se acumularan verdaderas montañas de desperdicios a mayor gloria de las muchas ratas y de la estupidez humana. Cuando el hedor se hacía insoportable esos vecinos exclamaban: “¡hay que ver cómo es este ayuntamiento! ¡Qué pena cómo tiene el barranco!”. Estas personas no se sentían responsables de todo aquello que ocurriese más allá de la puerta de su casa, ni siquiera cuándo fuese el resultado de su propia conducta.
Han pasado unos cuantos lustros y no parece que la cosa haya cambiado mucho. Podemos observar el mismo comportamiento en los muchos parques recreativos al borde de las carreteras, en el paisaje después de las infinitas celebraciones (verbenas, fiestas, botellones…), en las constantes agresiones al mobiliario público, en la degradación física de los colegios, ambulatorios, plazas, calles y todo aquello que sea compartido por un grupo de personas más allá del ámbito familiar. A nadie se le ocurriría hacer una pintada con un spray en el salón de la casa del vecino, tirar una colilla en la alfombra del comedor o desbaratar de una patada la lámpara de pie que alumbra el sofá desde el que se ve plácidamente la televisión. Cuando un incendio asola cientos de hectáreas de monte público siempre hay quien pone el acento en que no se hayan quemado propiedades de nadie. El espacio privado es sagrado e inviolable. El espacio público, al ser de todos no es de nadie, es difuso, carece de valor. En fin, cabrían infinitos ejemplos de cómo se nos ha educado en esta (in)cultura de lo privado.
Peor aún, si cabe, es cuando el desprecio a lo público procede de las administraciones que deberían protegerlo y aumentarlo. La retirada, de facto, de la ciudadanía del espacio público (a no ser que consideremos como tal las grandes superficies comerciales) ha dejado en manos del entramado político-empresarial la gestión, entre otras cosas, de los bienes colectivos. Éstos entienden el patrimonio común como una mercancía más con la que obtener réditos políticos y económicos. La gestión del espacio público dicen llevarla a cabo desde el interés general pero raramente se preocupan por preguntar a la ciudadanía su opinión sobre estos temas. ¡No vayan a pensar algo distinto de los planes ya previstos!
De esta manera no es raro observar constantes atropellos a una mínima consideración social de lo público: cuando se talan árboles centenarios para construir una autopista sobre una carretera de montaña, cuando se permuta suelo público (bien permanente) por dinero (bien efímero), cuando se transforma una plaza pública en un aparcamiento privado, cuando se derriba un teatro histórico para construir un mamotreto de locales comerciales y viviendas de promoción privada, cuando se sigue sepultando el mejor suelo agrícola de la isla en un mar de adosados y urbanizaciones, cuando se degrada el paisaje del que vivimos los canarios hasta límites horrendos… para qué seguir.
En realidad, sí hay una pequeña diferencia entre el ejemplo que pusimos al principio y la situación actual. Antes, en la época pre-democrática, el alcalde de turno sólo debía rendir cuentas al gobernador civil que lo había designado con el dedo. Ahora un alcalde debe rendir cuentas a la ciudadanía. Bueno, esto sobre el papel, claro, porque éstos han aprendido mil y una formas de justificar lo injustificable. De esto se ocupan gabinetes de prensa, medios de comunicación municipales o afines, cohortes de asesores, militantes a la espera de que les toque el turno en el reparto de prebendas y, entre tanto, ¿a quién le importa lo público?

martes, 16 de febrero de 2010

La II Guerra Mundial (1) Antony Beevor

Emprendí con ilusión la ardua tarea de enfrentarme a “El Día D” (Crítica 2009), la última obra del historiador británico Antony Beevor. Una ardua tarea porque se trata de un mamotreto de unas 700 páginas. Con ilusión porque Beevor está entre mis escritores del género favorito. Dos de sus anteriores obras “Stalingrado” (2004) y “Berlín, la caída” (2006) siguen siendo insuperables. Sobre todo, porque este autor ha sabido encontrar el punto de equilibrio justo entre la perspectiva técnica de la historia militar y el imprescindible lado humano. Hace décadas (tengo en mente, por ejemplo, aquellas publicaciones de los años 70 de la editorial San Martín) el historiador solía asumir como única perspectiva la del Estado Mayor. La cosa se limitaba, la mayoría de las veces, al movimiento de grandes unidades sobre el mapa de operaciones y a la lucha entre mandos enfrentados, lo que hacía de la obra en cuestión algo la mayoría de las veces bastante infumable. Antony Beevor encarna a ese grupo de investigadores de la historia militar que combina de manera magistral los sentimientos de un soldado en el fragor de la batalla, registrada en una carta familiar, con la inevitable voluntad de un general de división.
En “El Día D” Beevor afronta un reto muy complicado. Primero porque quizás haya sido uno de los episodios de la II Guerra Mundial sobre el que más se ha escrito y, segundo, porque en el terreno divulgativo sobre “el día más largo” reinan desde hace década Cornelius Ryan y Stephen Ambrose. Una vez más Beevor accede a una gran cantidad de documentación que le permite profundizar en las múltiples perspectivas de un conflicto. En este caso pretende poner el acento en una dimensión que ha sido de las menos tratadas en esta campaña: la de los civiles que vivían en Normandía y que vieron cómo se les venía encima un aluvión de fuego procedentes de los aliados, que vieron y sufrieron cómo en sus campos y ciudades se disputaba una de las batallas claves de la II Guerra Mundial. La gran cantidad de víctimas civiles que se cobró la batalla que, paradojas de la historia, estaba dirigida a liberarles del yugo nazi ha sido uno de los capítulos pendientes en este tema. El drama de Caen daría para mucho. Sin embargo, tampoco es que, a fuerza de ser sinceros, Beevor profundice demasiado en la cuestión. El resultado final es una obra más que sumar al género. Quizás hubiera sido más interesante que el autor se hubiera limitado a un monográfico sobre las víctimas civiles. “El Día D” empieza de manera fulgurante y, al igual que la batalla de la que trata, termina empantanándose. He de confesar que abandoné el libro sobre la página 400. Pero esto no quita para que siga teniendo a Antony Beevor como un autor de referencia.

jueves, 11 de febrero de 2010

El Impertinente (2) El mundo de las ONG

Les adjunto mi última colaboración en la revista Tangentes para que la disfruten (o no).

En una ocasión acudí invitado a un acto en el que un cargo político se reunía con representantes de pequeñas asociaciones y colectivos de carácter social. En dicho acto se presentaba un programa de actuaciones en ese terreno. Todos esos colectivos se beneficiaban de los medios materiales que la administración de turno ponía a su disposición. En el transcurso del evento el político en cuestión, con un aire bastante paternalista, por otra parte, les animaba en una cosas y les recriminaba en otras. Los asistentes, muy solícitos, aprovechaban para explicitar sus múltiples necesidades. Al final, canapé para todos y foto para la prensa. Salí del acto con sentimientos encontrados. Es cierto que muchos de estos colectivos rezumaban espíritu de servicio y voluntarismo a raudales, y que su pequeño tamaño y falta de medios les planteaba todo un rosario de limitaciones. Pero eché en falta un poco más de actitud crítica, de análisis del ámbito en el que se movían y, sobre todo, de ganas de reafirmar su autonomía.
Y empiezo por la autonomía porque se supone que ese era el espíritu que animó desde el principio el movimiento de las Organizaciones No Gubernamentales (ONG). En sus orígenes surgieron como una manera que un sector de la ciudadanía, consciente y sensibilizada, tenía de ir más allá de la acción de los Estados. La actuación al margen de los gobiernos, de los intereses políticos y las componendas económicas, supusieron una auténtica revolución social en su momento. La actitud de esas personas que asistían al acto en cuestión, sin embargo, podría haber abonado la crítica que, desde el principio, se hizo desde ciertos sectores a las ONG: la de ser en realidad la coartada del neoliberalismo para desentenderse de la cuestión social y de la lucha por erradicar las injusticias del mundo, una extensión de bajo coste que compensara la desarticulación del Estado del Bienestar.
Sinceramente, no creo que en términos generales esto sea así. El mundo de las ONG es un entramado complejo donde, como en todo, hay que saber distinguir el grano de la paja. Cuando las ONG actúan verdaderamente desde la independencia y desde una lectura real de la problemática en la que se mueven pueden ser un factor de transformación nada desdeñable. Pondré sólo dos casos de entre muchos posibles. Tanto Greenpeace como Amnistía Internacional han hecho de la independencia de los gobierno su principal rasgo distintivo hasta el punto de llegar a convertirse en auténticas “moscas cojoneras” de presidentes de gobiernos y de capitostes de muchas corporaciones. Las acciones espectaculares de Greenpeace en defensa del medioambiente han sacado los colores a muchos países y empresas. Los informes anuales de Amnistía Internacional sobre el estado de los Derechos Humanos en el mundo son esperados con una enorme expectación y causan bastante revuelo. Sus avales son los miles de socios en todo el mundo que sostienen a estas organizaciones y que garantizan su completa autonomía.
Un campo que ha experimentado un enorme crecimiento es el sector de la cooperación al desarrollo. Muchas ONG que trabajaban en los países empobrecidos pasaron inicialmente de una actitud paternalista e, incluso, neocolonial, a trabajar en base a las necesidades reales de estos países y con enorme respeto a su identidad cultural. Estas ONG no pueden, desde luego, superar los múltiples condicionamientos históricos y estructurales que condenan a la ciudadanía de estos países a la pobreza y, lo que es peor, a la desesperanza. Pero sí han contribuido a paliar la situación de muchísimas personas, lo que justifica su propia existencia. En estos casos la motivación de partida no suele ser lo más importante. Da igual que la ONG actúe por “mandato divino” o que esté formada por antiguos sesentayochistas, pero sí importan los métodos y los objetivos.
Es obvio que se está moviendo mucho dinero en este sector en forma de subvenciones de todo tipo. El olor del dinero moviliza siempre a aves rapaces que no tienen empacho ni escrúpulos en hacer negocio con estas cosas. Recientes escándalos económicos en este sentido han causado en mucha gente una sensación de que también aquí se ha instalado una suerte de corrupción a la par que surgen historias sobre ayudas que no llegan a su lugar de destino o que pasan invariablemente a engrosar los bolsillos de los corruptos dirigentes locales. Pese a que estas cosas pasan lo cierto es que la gran mayoría de las ONG son un modelo de corrección y que gran parte de las acciones que se ponen en marcha suelen tener una repercusión positiva.
Indudablemente este es un mundo cada vez más sofisticado. Los que se dedican a la cooperación internacional, a la cooperación al desarrollo, necesitan de una serie de conocimientos y una formación que los hacen ser algo así como auténticos pilotos de fórmula uno. Incluso para ejercer como voluntario en una asociación de ámbito local se requiere de una serie de destrezas que hacen de esta persona algo muy alejado de aquel tópico del recaudador del domunt. No faltan voces que alertan contra una excesiva profesionalización del cooperante y de que el voluntario podría estar suplantando un posible puesto de trabajo. Habría que reflexionar en profundidad sobre esto. Además, es cierto que algunas administraciones están abusando de la estrategia de dejar en manos de ONG, mediante los oportunos concursos, la atención a sectores que no son demasiado rentables políticamente (me viene a la cabeza, por ejemplo, la atención a los menores inmigrantes) con resultados un tanto dudosos.
En definitiva, el mundo de las ONG constituye un fenómeno imparable en el que nos podemos encontrar de todo. Tan rico y complejo como la misma condición humana. Capaz de lo más sublime y, en algunos casos, (los menos) de lo más abyecto.

miércoles, 10 de febrero de 2010

Pasión por la Música (1) Un musical en la estación de trenes

Decía Nietzsche: “nunca creería en un dios que no supiera bailar”. Quizás es la cualidad de la que carece el actual Olimpo y por eso las cosas van como van. Siempre he fantaseado con que en un momento dado una gran y espontánea coreografía se montara a partir de la nada en cualquier instante de nuestra vida cotidiana. ¿Se imaginan? Un día cualquiera por la calle y, de repente, de los bares, comercios y soportales una multitud bailando en perfecta sincronía al son de una música que suena desde no se sabe dónde. En un colegio, alumnado y profesorado, a media mañana de la jornada escolar, saliendo en estampida de las aulas mientras se forma un gran musical por los pasillos. Y cuando se termina el último de los acordes todo el mundo volviendo a sus quehaceres como si nada hubiera ocurrido. Efectivamente, eso que muchas veces contemplamos extasiados en alguna película del género y que en nuestro interior catalogamos en el mundo de las fantasías. Debe ser que hay más de uno que también sueña con lo mismo. Y si no pinchen en el enlace que les adjunto (que me envió una amiga) y vean la que se armó en la Estación Central de Trenes de Amberes (Bélgica) en marzo del pasado año. A las 8 am una grabación de la célebre canción de Julie Andrew “Do, Re Mi...” (perteneciente como sabemos a la lagrimógena “Sonrisas y Lágrimas”) empieza a sonar a través de la megafonía de la estación. Unos 200 bailarines comienzan a surgir de entre los transeuntes y se monta un buen espectáculo. ¿Por qué no pasarán estas cosas aquí?

http://www.youtube.com/watch?v=7EYAUazLI9k&an

viernes, 5 de febrero de 2010

Cine a solas (2) Invictus

Confieso que ésta era otra de las películas cuyo estreno esperaba con ansias. Y no me ha decepcionado. Después de un par de días he podido “reposar” las sensaciones que me ha producido “Invictus”, dirigida por Clint Eastwood y protagonizada en el papel de Nelson Mandela por Morgan Freeman. Creo que aquello que me ha quedado de manera nítida es el retrato que hace Freeman de Mandela. Desde luego la película refleja de manera impecable la personalidad y altura de miras del gran artífice de la transición sudafricana. Un hombre que después de 27 años de cautiverio por su lucha por los derechos humanos y civiles de más del 90% de la población negra de su país, humillada y sacrificada en lo que él mismo llamó un “genocidio moral”, supo iniciar la senda de la reconciliación. No sería de extrañar que, tal y como afirma el runruneo promocional, haya sido el mismo Mandela el que propusiera a Morgan Freeman para que fuese su alter ego. Invictus, como se sabe, es la apuesta cinematográfica de “El factor humano”, el libro de “historia novelada” (cada vez me encanta más este género) del periodista John Carlin. En este caso la película me ha llevado al libro. Estoy empezándolo y disfruto igual, que ya es decir.
Casi desde el comienzo de “Invictus” empecé a entrar en un estado de emoción sostenida. No pude dejar de acordarme de otra película que me marcó en su día, “Grita Libertad” (dirigida por Richard Attemborough en 1987), el drama sobre la vida del activista anti-apartheid, Steve Biko, asesinado por la polícia sudafricana en 1977. Me acordé también de unos de mis vídeos musicales favoritos, “Graceland: The African Concert”, promovida por Paul Simon en 1987 y en la que había una clara referencia a la situación sudafricana del momento. Para mí “Invictus” enlaza perfectamente con estos eventos y, de alguna manera, cierra el círculo que éstos dejaron abierto. Quizás lo menos importante sea el mismo hilo conductor de la película, el partido de rugby de la selección sudafricana en el mundial de 1995, símbolo de la supremacía blanca y por tanto objeto del desprecio de los negros. A priori se corría el riesgo de que “Invictus” deviniese en una especie de “Evasión o victoria”, la película dirigida por John Huston (1981) en la que Sylvester Stallone hace de portero de fútbol de un equipo formado en un campo de concentración nazi. En este caso Clynt Eastwood supo evitar caer en la posibilidad de terminar filmando una gracieta deportiva. Al contrario, hay planos verdaderamente estéticos donde queda de manifiesto la dureza de este deporte, en la que los cuerpos de los jugadores chocan entre sí como locomotoras de vapor en plena ebullición. El olfato político de Mandela, su capacidad visionaria, le lleva a utilizar esta cita deportiva como la gran oportunidad de construir un nuevo país a partir de las cenizas del anterior. ¡Y vaya si lo consiguió! Hoy en día se habla del “milagro sudafricano” como ejemplo de integración. Es cierto que el atraso y pobreza secular de la población negra hace que aún quede mucho camino por recorrer. Pero las bases están puestas y el mérito indudable es de Mandela. El gran referente moral vivo de nuestro tiempo. Hay que ver “Invictus”.

martes, 2 de febrero de 2010

Filosofía de la Mañana (1) Filosofía y Psicoanálisis

Hace tiempo que el psicoanálisis parece haber pasado de moda. En los años sesenta y setenta del pasado siglo XX vivió, quizás, su última etapa de gloria. Sin embargo, pienso que es necesario seguir manteniendo un hueco en las programaciones de Filosofía para una disciplina que supuso en su momento toda una revolución. Atrás quedó aquella intensa y necesaria polémica sobre la cientificidad o no del psicoanálisis. A nadie hoy, en su sano juicio, se le ocurriría plantear que el psicoanálisis opera desde postulados científicos. El desarrollo de la moderna psicología ya ha ocupado ese hueco. De todos modos, un cierto acercamiento a la disciplina de Sigmund Freud proporciona una base fundamental para entender muchas cosas. Sin miedo a meter la pata, pienso que todo el actual interés por la psicología (o la educación) de las emociones tiene su raíz en el psicoanálisis (y con ello temas tan en boga como la “inteligencia emocional”, popularizada por Daniel Goleman). Hoy en día se ha vuelto a descubrir el papel fundamental de lo que Freud llamara ambiguamente “el inconsciente”. El descubrimiento de esa “región de la mente” (en palabras de Freud) supuso un golpe más a una tradición filosófico-cristiana dominadora. Después de que Darwin situara al ser humano en una cadena evolutiva, destronándolo de su lugar de privilegio en la Creación, y de que Nietzsche arramblara con toda una corriente cultural alienante, Freud da la puntilla a la vieja idea del ser humano como un ser fundamentalmente racional y equilibrado.
La insistencia del psicoanálisis en bucear en los contenidos del inconsciente dio lugar a toda una suerte de terapias y, con el tiempo, de escuelas que afirmaron, en mayor o menor medida, su autonomía con el tronco principal. Además, la idea de que la mayor parte de las experiencias que pueblan nuestra mente en la vida adulta se han forjado en la infancia y suelen tener una raíz afectivo-sexual, llevó al primer plano del debate intelectual algo que hasta entonces era todo un tabú. Hoy en día podemos entender el psicoanálisis más desde una perspectiva filosófica que desde una perspectiva, curiosamente, psicológica. Sigue teniendo, desde mi punto de vista, un cierto potencial terapéutico, al menos desde el ejercicio de la autointrospección (que nunca viene mal, se los aseguro). Quizás sea cierto, como dicen algunos escépticos, que la terapia psicoanalista resulta inútil por interminable (y por tanto, cara, entre otras cosas). Que la mera técnica asociativa del psicoanalista no resuelve gran cosa, quizás porque, al contrario de lo que decía Freud, hacer consciente lo inconsciente no es suficiente. Pero en cualquier caso, un acercamiento a los postulados del psicoanálisis nos proporciona un material fundamental para reflexionar sobre la cuestión fundamental de la Filosofía: ¿qué somos? Y en eso estamos.