jueves, 26 de noviembre de 2009

El Aula (6) La pizarra digital y otros artefactos salvíficos

Desde la Revolución Industrial hasta nuestros días ha habido una fascinación generalizada por el poder de la Tecnología. Frente a este o aquel problema de la humanidad la tecnología encontrará la solución. Al final la tecnología nos salvará, podemos estar tranquilos. Y, ciertamente, en muchos casos ha sido así. Los avances en la salud y en la calidad de vida (al menos en los países occidentales) están ahí. Pero también la tecnología, su uso en función de intereses bastardos, ha sido responsable de numerosos desastres: desde la bomba atómica a la talidomina.
Esta confianza plena (y muchas veces acrítica) en el poder salvífico de la tecnología se transmite a todos los órdenes de la vida. Ni siquiera el mundo de la docencia escapa a ella. Los gurús de la educación nos repiten últimamente que no se puede dar clase en el siglo XXI con procedimientos del siglo XIX. Quizás tengan razón. Pero a continuación empezamos a oír ejemplos de en qué se sustancia esta aseveración. Resulta que ahora lo más 'cool' es incorporar videojuegos a las clases. Ya sabemos que muchos profesores de Latín están abonados al Imperium y seguramente los chicos se lo pasarán bomba (cosa que no está mal después de seis horas de clase diaria). Según nos cuenta la caja tonta recientemente algunos profesores de Pedagogía (curiosa subespecie, esta) han experimentado en no sé qué centros las bondades del videojuego en algunas asignaturas. Se han sorprendido de los progresos de alumnos que hasta la fecha parecían descolgados y hasta afirmaban que producía una cierta igualación con los más aventajados de la clase. Naturalmente. Cualquier profesor que empiece a evaluar las destrezas necesarias para ser un competente usuario de videojuegos verá que los criterios utilizados hasta la fecha saltan hechos pedazos. El problema es qué modelo de estudiante / persona / ciudadano (etc) tenemos en mente. Qué modelo de escuela, en definitiva. Parece triunfar definitivamente la tesis de que lo perentorio es el entretenimiento y, en todo caso, la formación de un individuo con las destrezas suficientes para darle al clik del ratón (lo llaman “aprender a aprender” pero tengo mis dudas).
Recientemente asistí a una sesión formativa sobre el uso de la pizarra digital (no soy un tecnófobo, repito) y la conclusión que saqué es que el invento está muy bien pero que en realidad no aporta nada extraordinariamente nuevo. Desde luego no va a solucionar los problemas de la escuela. Los juegos, actividades, pruebas que antes se hacían en el papel o en la pizarra tradicional ahora se hacen en pantalla digital. La idea subyacente es que como nuestro alumnado es básicamente un individuo de naturaleza audiovisual y su vida transcurre entre pantallas el nuevo medio que se le presenta captará su atención. ¡Ah, la gran lucha por captar la atención! Quizás el profesorado tengamos que empezar a pensar que esta es una batalla perdida. Es imposible competir con el nivel de estimulación por segundo al que están acostumbrados nuestros jóvenes. Pasar de una Nintendo, de una Play Station 25 (ya llegará) o de Canal Disney a una clase con un profesor que HABLA (¡qué extravagancia!), que LEE (¡qué antigualla!) o que pretende ejercitar la ESCRITURA o la REFLEXIÓN (¡qué atrevimiento!) es como pretender que un legionario se convierta en una monjita ursulina.
Hay quien está convencido de que cada alumno con un portátil delante desarrollará el potencial que hasta el momento la escuela no ha sabido extraerle. Nada, que hay que poner algún tipo de pantalla mediando entre el alumno y ese busto parlante que tiene delante, que mejor haría en callarse o, en el mejor de los casos, hacerse con una buena cantidad de enlaces y direcciones digitales donde el alumnado pueda echarle un vistazo a lo que no está dispuesto a escucharle a él (porque es, no lo olvidemos, intrínsecamente aburrido). Al final, tal y como se nos presentan las cosas, lo mejor será que un ejercito de animadores socioculturales (profesión de gran futuro), armados de buenas provisiones de CD, DVD, videojuegos y demás artilugios interactivos vaya desplazando a esta grey de viejos y anticuados profesores que no responden a las exigencias de nuestra sociedad.
Algunos pensamos que los retos de la educación desde tiempo inmemoriales son básicamente los mismos. Entre otras cosas porque están insertos en la condición humana: el aprendizaje unos de otros, la insustituible comunicación entre personas, la transmisión de actitudes, valores y conocimientos de unos adultos que han tenido tiempo de leer, vivir y experimentar con unos años de ventaja a unos jóvenes que están llamados a sustituirlos y aventajarlos. Lo único que estamos haciendo es reproducir la alienación que nos rodea por doquier, introduciendo obstáculos en las relaciones humanas y educativas, poniendo el punto y final a la vieja idea de Cultura.

lunes, 23 de noviembre de 2009

El impertinente (10) La velocidad

(Publicado en Tangentes en enero de 2009)
Dedicado a los amantes de la "vida lenta" -si nos dejan...

Cuenta el periodista Carl Honoré en su famoso libro Elogio de la Lentitud que el día que se descubrió a sí mismo luchando contra su hijo de dos años por acortar la duración del cuento de cada noche empezó a preocuparse. Era un hombre devorado por la “falta de tiempo”. A nadie se le escapa que vivimos inmersos en una vorágine vital. Hay que hacer muchas cosas en el mínimo de tiempo, rentabilizar, optimizar….
Es evidente que la base de este modo de vida es claramente económica. Para que el sistema sea viable es necesario que funcione de manera hiper veloz. Conceptos claves como “productividad”, “consumo” o “crecimiento” nos remiten a acontecimientos que deben producirse de manera acelerada. Precisamente, la actual crisis económica planetaria no deja de ser un problema de desaceleración del sistema. Es decir: si la velocidad de los flujos económicos desciende, el cotarro amenaza con descarrilar.
Las voces que vienen advirtiendo de las funestas consecuencias de este modelo económico para la salud física y mental del ser humano no son de ahora. Se remontan a la Revolución Industrial de finales del siglo XVIII y se acrecientan con los que algunos han denominado el “turbocapitalismo” del siglo XX. La idea general es que la velocidad del sistema nos deshumaniza, nos convierte en cosas (engranajes del sistema mismo) y en meros consumidores.
Esta crítica que puede parecer muy abstracta tiene, sin embargo, claros reflejos en nuestra vida cotidiana. Vivimos en una sociedad zapping. Todo tiene que ser de corta duración y máxima intensidad. El interés decae si el acontecimiento se prolonga. El filósofo Gilles Lipovetsky acuñó el término el imperio de lo efímero para denominar este fenómeno. Hemos criado a una generación joven hiper-estimulada, aunque quizás no en la mejor dirección. Es la generación de la play station, de la nintendo, hasta el punto de que algunos pedagogos se plantean incluir los videos juegos como gran apuesta metodológica para las escuelas que quieran sintonizar con el alumnado (ya se sabe que si no puedes con el enemigo…) ¿Por qué es tan difícil promocionar la lectura? Porque leer supone parar, estar a solas consigo mismo y con un libro. Muy aburrido. ¿Por qué hemos llegado a este nivel de estupidez colectiva? Porque pensar significa tomar distancia y darse tiempo. El profesorado sabe que el alumnado no llega ya a 10 minutos de concentración, que los mensajes tienen que venir acompañados de fuegos artificiales y que su máxima aspiración es combatir la enfermedad de nuestro tiempo: el aburrimiento. Al final, curiosamente, es un problema de saturación de los sentidos y de adicción a los estimulantes.
Las patologías de la velocidad se extienden a todos los órdenes de la vida. En política vemos cómo se vive al día, a golpe de efecto, sin proyecto ni objetivos a largo plazo. Un trabajo fijo es una quimera. Un estreno cinematográfico no aguanta, en el mejor de los casos, un mes en la cartelera. Los éxitos musicales tienen que ser verdaderamente memos para triunfar. Las gafas de sol ahora tienen que ser pantallas en cinemascope para resultar cool –las que te compraste el año pasado ya no sirven. En fin…
Frente a esto hay que reivindicar la lentitud como ideal de vida. Una forma de re-humanizarnos, de tejer nuevos lazos familiares y sociales, de desprendernos de todo lo superfluo que nos rodea. Reivindicar el valor de lo pequeño, de lo auténtico. Encontrar el sentido en lo cercano. Disminuir la velocidad vital que alimenta la consulta de los psiquiatras. Esta sería la auténtica transformación social del siglo XXI (otros dirían ‘revolución’). Este sistema que ahora hace aguas, y que demanda –mira por dónde- que lo público salga en su rescate, nos quiere idiotas. Vivir con un poco más de lentitud puede ser un gesto de rebeldía.

jueves, 19 de noviembre de 2009

Filosofía de la Mañana (7) Fernando Savater

Tuve la impagable oportunidad de conocer a Fernando Savater hace unos años. El área de cultura de un ayuntamiento me contrató para dar un breve cursillo sobre este autor a un club literario en el que se incluía la presentación de una de sus novelas, “El gran laberinto”. Al final el proyecto incluía un encuentro con el autor que tuvo, como no podía ser de otra manera, una gran repercusión. Esto me proporcionó la oportunidad de sistematizar una serie de ideas sobre un filósofo al que profeso una gran admiración. Debo reconocer que el día que tenía que encontrarme con Savater estaba ciertamente nervioso. Sobre todo porque temía ese efecto de desencanto que se puede producir cuando uno conoce personalmente a alguien a quien de alguna manera se tiene encumbrado. La cosa no pudo ir mejor. Fernando es, en persona, genio y figura. Tanto en el contacto previo como en la cena posterior al encuentro con el público se mostró como una persona afable, cercana y, sobre todo, con una conversación encantadora. A parte de ciertas disgresiones sobre puros habanos y carreras de caballos, a las que tan aficionado es Savater y sobre las que tan poco que decir tenemos algunos, la cosa giró sobre todo en torno a la educación, cosa que para un docente como yo fue un auténtico regalo.
Acabo de presenciar por una televisión en internet un diálogo público entre Fernando Savater y Luis Antonio de Villena dentro de un ciclo, auspiciado por una entidad de ahorro, denominado “La educación que queremos”. Cuando se juntan dos personas de esta talla y don comunicativo el resultado no puede ser otro que una inyección de entusiasmo renovado. Desde que leí “El valor de educar” siempre he pensado que debería ser algo así como un libro de cabecera del profesor en ejercicio. Nos confronta con los fines, instrumentos y valores de la educación. Casi nada.
No descubrimos nada nuevo si partimos de la base de que Fernando Savater se ha convertido en estos años en uno de los principales divulgadores de la Filosofía, en un intelectual comprometido con lo político y lo social, en un ensayista con una gran proyección internacional. De todos modos, alguien que se moja como lo hace Savater suele levantar ampollas en unos círculos e incondicionales adhesiones en otros. Independientemente de sus apuestas concretas, de su devenir filosófico, hay que reconocerle a Savater que encarna como pocos la imagen de un intelectual volteriano que tanta falta hace hoy en día en este mar de confusiones en el que vivimos. Pero esto, al parecer, tiene un precio. No conozco a ningún filósofo que tenga que andar con escolta. Y eso dice mucho. Unos meses después de ese encuentro me lo volví a tropezar en la Playa de la Concha, en San Sebastián, mientras caminaba, según sus palabras, para mantener el colesterol a raya acompañado de dos sufridos guardaespaldas. No deja de ser todo un símbolo, triste en este caso, que alguien que se ha manifestado contra “el nacionalismo obligatorio” o a favor de una idea de Estado por encima de los provincianismos tenga que andar con escolta. Frente a esta actitud el intelectual orgánico y funcionarial puede sentirse tranquilo ajeno a la brega diaria, cómodamente instalado en una prudencial distancia. Es por esto mismo, además de por su estilo claro y fresco a la par que incisivo, por las temáticas que aborda y por su proyección pública que tengo a este autor entre mis favoritos. En determinados círculos universitarios hacer esta afirmación es casi un anatema. Quizás porque aún muchos hacen la lectura de que el lenguaje críptico, los proyectos que sólo interesan a un departamento perdido en el mundo académico, o la adhesión sin fisuras a las escuelas ideológicas o filosóficas de turno son la única medida de la calidad. Hay quien considera que escribir para el gran público equivale a algo parecido a una ceremonia de degradación o a una suerte de prostitución intelectual. Afortunadamente, los que pertenecemos a ese gran público lector, los que nos gastamos una buena pasta mensualmente en ese objeto en vías de extinción al que seguimos llamando “libro” (a la espera de que la generalización del aparatito electrónico de marras termine por cambiar el término -ya verán) podemos congratularnos de que escritores como Savater, entre otros, nos surtan periódicamente de material con el que alimentarnos.

lunes, 16 de noviembre de 2009

Pasión por la Música (5) La muerte del disco

En estos tiempos en la que la unidad básica de medida son los bit de información nada escapa a su reinado absoluto. La producción músical no ha sido menos. Hubo una época mítica en la que una audición musical que no fuera en directo era también un producto cultural valioso. Muchos recordamos los tiempos del vinilo. Entonces el álbum era en sí mismo un producto único y reconocible, valioso en mayor o menor medida al margen, incluso, de su calidad musical. El artista, el músico, elaboraba un producto integral que iba de la composición al orden de las pistas pasando por el diseño de la portada y del libreto acompañante. Muchos de aquellos discos se convirtieron en iconos artísticos, en piezas de colección, en pequeños tesoros que eran guardados con celo por su propietario. Con el paso al CD la cosa sufrió una apreciable merma. Se ganó, eso sí, en calidad sonora y perdurabilidad pero se perdió empaque y presencia por el camino. Sin embargo, esta última evolución terminó degenerando en la situación actual. La música ha quedado reducida a bit de información que habitan en el ciberespacio, audible pero inaprensible. Con la escusa de la comodidad y de la individualización el formato físico ha terminado por desaparecer. Se lee aquí y allá que el futuro de la producción musical pasa por internet y que el usuario podrá confeccionar sus propias listas de audiciones como de hecho ya hace. Aquellas tiendas de discos han terminado por desaparecer, igual que los videoclub, y dentro de poco hasta las librerías mismas (de esto y de la irrupción del 'libro digital' escribiré más adelante -que los dioses confundan a sus usuarios). Negocios hoy en día ruinosos donde los haya. Para muchos esto es una tendencia inevitable, una concreción más de esta sociedad de la información. Sin embargo, ya se sabe que no todo lo real es racional.
En su día también fui uno de los que arrinconó el viejo tocadiscos fascinado con el nuevo y flamante reproductor de CD. Almacené la vieja colección de vinilos y me entregué en los brazos de la nueva tecnología láser. Ahora, años después, añoro volver a oír aquellos discos que me acompañaron en su día. No he sucumbido al MP3 (o como se llame) ni me ocupo de descargar nada de internet -la SGAE puede estar tranquila conmigo. No padezco, aunque alguien pudiera sospecharlo, de tecnofobia pero tengo aún la manía de 'tocar', almacenar e identificar la música que oigo como parte de un producto material, no virtual. Qué le vamos a hacer.
Tengo la vaga sospecha de que estamos ante un cataclismo cultural en ciernes. No quiero pecar de apocalíptico pero temo que la virtualización de la cultura no va a suponer una extensión y profundización de la misma sino, al contrario, un nuevo avance en la estupidización general. Antiguo que es uno.
PD: y sin embargo mantengo un blog, qué cosas.

miércoles, 11 de noviembre de 2009

El Impertinente (9) Usos y abusos de la identidad

Continuamente nos piden que nos definamos. O somos de aquí o de allá, blanco o negro, del Barsa o del Real Madrid, canario o español... Nos impelen a una identidad simple, reconocible, controlable... Hay que ponerse una etiqueta con el fin de poder ser computables en términos de intención de voto, número de socios (reales o potenciales), militantes o simpatizantes de esto o aquello. Hay que sacar la bandera a pasear, gritar las excelencias del equipo, el partido o el pueblo que me vio nacer. Y hay que hacerlo, si es posible, contra aquellos que sacan otra bandera, los del equipo contrario o los del pueblo de al lado (que es más feo que el mío). Contra los equivocados, contra los que nos oprimen (aunque no se tenga claro en qué nos oprimen), contra los malos de la película, en definitiva. Si quieres mantener unida a la peña no hay nada mejor que inventarse un enemigo.
Hay una vuelta a la microidentidad, al provincianismo, diría alguno. Para el sociólogo francés Michel Maffesoli se trata de un nuevo “tiempo de las tribus”, de la vuelta al pequeño grupo, del fin del viejo sueño cosmopolita. Los nacionalismos son la expresión más reciente (en términos políticos) de este proceso. Las nuevas y emergentes élites locales reclaman su parte del pastel. El problema es que apelar a la identidad es algo verdaderamente peligroso porque reduce la política al ámbito de las emociones y los sentimientos. Quienes juegan a esto no dudan en reinventar los hechos desde la pura conveniencia. Configuran un “nosotros” despojado y ultrajado a manos de un “ellos” culpables de todos los males. Necesitan de una identidad en oposición a otras. Recalan en el victimismo, en la afrenta permanente, en la cínica moral de los agraviados. Inventan sin recato un pasado feliz en el que ese “nosotros” vivía con total plenitud hasta la maldita llegada de los “otros”. Prometen un nuevo paraíso en la tierra una vez que desaparezca todo aquello que impide que la propia identidad (la única, la verdadera, la mejor) se imponga a cualquier otra. Ni qué decir tiene que de aquí al fascismo hay un paso. Es por esto que me parece fundamental, en los tiempos que corren, alertar de esta tendencia que algunos consideran natural.
En este mundo globalizado sería más propio evolucionar hacia identidades mestizas, amplias, abiertas. Sabemos que hoy en día los grandes problemas son globales (cambio climático, pobreza, guerras…) y requieren también soluciones globales. Estamos interconectados en tiempo real con cualquier parte del planeta. Participamos de estructuras políticas y económicas que han supuesto un indudable avance (pese a sus múltiples limitaciones) y han contribuido a un mejor entendimiento entre los Estados: Unión Europea, UNESCO, OMS, ONU, etc. Y, sin embargo, se percibe un preocupante repliegue a lo particular, a lo diferencial, verdaderamente empobrecedor.
La diversidad cultural, lingüística y étnica es un patrimonio de toda la humanidad que hay que preservar. Hay que luchar, desde luego, contra la uniformización cultural que imponen sobre todo los medios de comunicación. Pero de esto a pensar que la cultura, la lengua o la etnia son el sujeto político natural hay un enorme trecho. Recordemos que había quien hablaba del RH de un pueblo como el hecho sustancial que justificaba su lucha por la independencia. Puede entenderse, sin ningún problema, que una colectividad proponga que la independencia política es una vía de mejora de su calidad de vida, de optimización de sus recursos o de mayor eficacia administrativa. Sobre esto cabe una discusión racional (espacio ideal de la política). Pero sustentar esa aspiración en el acento, la boina o la manta esperancera lleva la cuestión a las arenas movedizas de lo identitario. Y esto lo que genera al final es exclusión, conflicto y, por último, violencia. Frente a tantos cantos de sirena que nos halagan los oídos lo mejor es acudir a la Historia con mayúscula y no tropezar una y mil veces en la misma piedra. Sobre todo, porque siempre será más lo que nos une que lo que nos separa.

domingo, 8 de noviembre de 2009

Filosofía de la Mañana (6) El día en que casi me hice platónico

He de reconocer que mis lecturas de Platón siempre han estado condicionadas por la crítica nietzscheana. Ya se sabe aquello de considerar a Platón como el responsable de cercenar la dimensión sensible del ser humano (lo dionisiaco) a favor de lo exclusivamente racional (lo apolíneo), de no ser otra cosa que el trasfondo filosófico del cristianismo, desvalorizar el mundo real, el de los sentidos, en favor de lo aparente, etc. Así que nunca he tenido demasiadas ínfulas platónicas. Pero he de confesar que en ciertos aspectos puntuales he llegado a dudar. Hasta hace poco, determinadas circunstancias profesionales me llevaron a tener un cierto contacto con lo que (lamentablemente) se ha dado en llamar “la clase política”. Y salvo algunas honrosas excepciones la cosa era ciertamente para echarse a llorar. Conocí no pocos políticos que o bien consideraban que valían para cualquier cosa (daba igual si se trataba de educación, agricultura o de lo que se terciara) o bien, aunque seguramente no eran conscientes de ello, estaban negados para cualquier actividad pública. Conocí a más de uno que confundía lo público con lo privado, cuya única lealtad no era hacia la ciudadanía y el interés general sino a las instrucciones del partido, cuya ambición fundamental no era el mejor servicio público sino su propia supervivencia a toda costa. Así las cosas no dejaba de venirme a la mente la enorme exigencia y responsabilidad que Platón atribuía al gobernante. Este debía, después de una interminable preparación de, al menos, cincuenta años, conocer lo que consideraba fundamental para el buen gobierno: la idea de Bien y de Justicia. Se trataba del gobierno del más preparado en oposición al gobierno del más fuerte. Como es sabido, la animadversión de Platón hacia la democracia ateniense era completa. Atribuía a los sofistas el haber creado un sistema político basado en la demagogia, la arbitrariedad y el relativismo axiológico cuyo único corolario sólo podía ser el más absoluto desgobierno. Lo que está claro a estas alturas es que la calidad de la democracia (único sistema aceptable al fin y al cabo) está en función del nivel educativo de la ciudadanía y el de los que tienen (temporalmente) determinadas responsabilidades de gestión y decisión. Esto supone una preparación no sólo intelectual sino además, y no menos importante, moral, estética y política. Una preparación que hoy en día deja mucho que desear. Y así nos va. El viejo Platón tenía sus cosas pero al menos sabía que la política y el ejercicio del gobierno eran una cosa muy seria. PD, al final no caí en la tentación.

miércoles, 4 de noviembre de 2009

El Catalejo (6) La caída del Muro.

Hace 20 años la caída del Muro de Berlín me pilló estudiando en la Facultad. Fue un momento apasionante porque, si bien ya se venía barruntando desde hace tiempo el desmoronamiento del Bloque Comunista, la caída del Muro parecía simbolizar algo más: la clausura definitiva del paradigma marxista inaugurado en el siglo XIX. De hecho Francis Fukuyama se apresuró a acuñar su famoso (y también fracasado) “Fin de la Historia” entendida como la lucha dialéctica entre el liberalismo y el comunismo, proclamando la victoria sin ambages del primero. Muchos quisimos distinguir claramente, a la luz de los acontecimientos, entre el pensamiento del viejo Marx, la deriva leninista y ya no digamos la irrupción del criminal Stalin. Lo que sí supuso indiscutiblemente fue el fin de la Guerra Fría. Pero ésta, al poco tiempo, dejó entrever otra guerra no menos terrible: la existente entre los países ricos del Norte y los países empobrecidos del Sur que se acrecienta cada día.
Pero volviendo al evento en cuestión, resulta aún emocionante recordar aquellas escenas en las que la ciudadanía berlinesa asaltó el muro infame, llevándose por delante, en el caso de los berlineses orientales, a un gobierno de la RDA completamente desbordado por la “aceleración de la historia”. El muro de la vergüenza terminó de la noche a la mañana convertido en cascotes para souvenir. En su momento llegué a tener dos minúsculos trozos: uno que me trajo un amigo de Berlín y otro que regalaba una revista (con su certificado correspondiente). Ahora ni siquiera sé ya dónde están. Otra buena metáfora ésta.
Terminé de leer hace unos días unos más de esos libros conmemorativos: “La caída del Muro de Berlín” de Jean-Marc Gonin y Olivier Guez (Alianza, 2009). Un libro de “historia novelada” (que no novela histórica, cuidado) de los que tanto éxito tienen últimamente. Y este libro en cuestión tiene todos los ingredientes para disfrutar de ese éxito. Aborda los hechos desde múltiples perspectivas: desde la cúpula soviética y alemana, desde algunas cancillerías europeas y, sobre todo, desde la perspectiva de los ciudadanos de a pie que, al fin y al cabo, se convirtieron en los grandes protagonistas. Esas historias se van trenzando hasta coincidir en el momento histórico en el que concluyó, de hecho, el siglo XX.