Periódicamente castigo a mis sufridos alumnos con alguna de estas frases tremebundas. Confieso que si me las pusiera a mi mismo estaría en un grave aprieto. “A ver, ¿qué tienen que decir a esto?” -les digo. Y así, cual condena filosófica, se ven en la tesitura de tener que entregarme lo que hemos dado en llamar una “disertación”. ¿Soy un cuerpo o estoy en un cuerpo? Me pongo, pues, en un aprieto. No me queda más remedio que tirar de la resignación y reivindicar mi cuerpo (actualmente un tanto disminuido por las secuelas de una gastroenteritis) como aquello que se corresponde con lo que soy. Esta carrocería, gentilmente donada por mis progenitores en forma de genes (valga la redundancia) y a la que he maltratado (más que cuidado) posteriormente, se corresponde con un tipo cuyo transcurrir por el mundo le ha llevado por donde le ha llevado y ha configurado su manera de sentir y de pensar como lo ha hecho. Aceptar que uno es un cuerpo (y aquí cabe todo) puede no ser fácil. Sobre todo si el de uno no tiene mucho que ver con los cánones establecidos o si te ha tocado perder en la lotería y la carrocería te sale rana. Bueno, siempre podremos echar mano de un libro de Ramiro Calle o preguntarnos porqué Matthieu Ricard tiene las claves de la felicidad.
Confieso que a veces envidio a quienes se ven como “algo” que está en un cuerpo. Se supone que ese “algo” (espíritu, alma, karma o como quieran llamarlo) posee una naturaleza no carnal y por tanto mortal e incorruptible. Es como disponer de un “seguro” a todo riesgo y con una tarifa muy barata. El caso es que esto no deja de ser una cuestión de fe y en materia de fe soy bastante lego, lo confieso. Todo aquello para lo que no hemos tenido un concepto o explicación precisa ha alimentado la idea de ese “algo” inmaterial que nos definiría auténticamente como humanos. Lamentablemente (para los espiritualistas, claro), a esta alturas, y lustros de desarrollo de la neurociencia de por medio, todas nuestras emociones, nuestras autorreprensentaciones, nuestras esperanzas y angustias parecen tener una base neuronal o, lo que es lo mismo, física. ¡Qué le vamos a hacer! Ya sé que queda poco poético pero eso no le quita intensidad a nuestros sentimientos. Somos seres sintientes y dolientes. Mente que interactúa continuamente con el resto del cuerpo y que a veces nos juega malas pasadas. Lo fascinante es saber cómo hemos llegado a este grado de autoconciencia. No ser una ameba está muy bien pero tiene un precio. Fundamentalmente el de saber que nos vamos a morir (siento aguarle la fiesta a más de uno). Si “solo” soy un cuerpo no me queda más remedio que aceptar que ocupamos un aquí y un ahora por un tiempo limitado (¡tiempo, somos tiempo!). Por eso he de preocuparme por hacer algo interesante durante ese lapsus vital, para mi y para los demás. Pero ¿por qué preocuparme en vez de no hacerlo? Pues esta es la pregunta clave y en realidad no tiene una respuesta definitiva. Supongo que en la misma vida tal y como la experimentamos los humanos está la clave. Sabemos que necesitamos de los demás para vivir (al menos una vida buena), que hay cosas que nos engrandecen y otras que nos envilecen (nuestra historia acumulada nos lo demuestra) y que tenemos una irremediable tendencia a la acción y a la actividad. Con estos pocos ingredientes tenemos que hacer algo con nuestra existencia, con esta carrocería que nos ha tocado en esta especie de tómbola. En el fondo puede ser una suerte que “solo” seamos un cuerpo. En caso contrario tendríamos pocos motivos para permanecer en un mundo que no sería sino una terrible mazmorra que atrapa a ese “algo” etéreo e indefinido y que le impide desplegarse en todo su esplendor. ¡Menos mal que somos un cuerpo y que el mundo en el que habita tiene también sus cosas buenas, oiga!
Confieso que a veces envidio a quienes se ven como “algo” que está en un cuerpo. Se supone que ese “algo” (espíritu, alma, karma o como quieran llamarlo) posee una naturaleza no carnal y por tanto mortal e incorruptible. Es como disponer de un “seguro” a todo riesgo y con una tarifa muy barata. El caso es que esto no deja de ser una cuestión de fe y en materia de fe soy bastante lego, lo confieso. Todo aquello para lo que no hemos tenido un concepto o explicación precisa ha alimentado la idea de ese “algo” inmaterial que nos definiría auténticamente como humanos. Lamentablemente (para los espiritualistas, claro), a esta alturas, y lustros de desarrollo de la neurociencia de por medio, todas nuestras emociones, nuestras autorreprensentaciones, nuestras esperanzas y angustias parecen tener una base neuronal o, lo que es lo mismo, física. ¡Qué le vamos a hacer! Ya sé que queda poco poético pero eso no le quita intensidad a nuestros sentimientos. Somos seres sintientes y dolientes. Mente que interactúa continuamente con el resto del cuerpo y que a veces nos juega malas pasadas. Lo fascinante es saber cómo hemos llegado a este grado de autoconciencia. No ser una ameba está muy bien pero tiene un precio. Fundamentalmente el de saber que nos vamos a morir (siento aguarle la fiesta a más de uno). Si “solo” soy un cuerpo no me queda más remedio que aceptar que ocupamos un aquí y un ahora por un tiempo limitado (¡tiempo, somos tiempo!). Por eso he de preocuparme por hacer algo interesante durante ese lapsus vital, para mi y para los demás. Pero ¿por qué preocuparme en vez de no hacerlo? Pues esta es la pregunta clave y en realidad no tiene una respuesta definitiva. Supongo que en la misma vida tal y como la experimentamos los humanos está la clave. Sabemos que necesitamos de los demás para vivir (al menos una vida buena), que hay cosas que nos engrandecen y otras que nos envilecen (nuestra historia acumulada nos lo demuestra) y que tenemos una irremediable tendencia a la acción y a la actividad. Con estos pocos ingredientes tenemos que hacer algo con nuestra existencia, con esta carrocería que nos ha tocado en esta especie de tómbola. En el fondo puede ser una suerte que “solo” seamos un cuerpo. En caso contrario tendríamos pocos motivos para permanecer en un mundo que no sería sino una terrible mazmorra que atrapa a ese “algo” etéreo e indefinido y que le impide desplegarse en todo su esplendor. ¡Menos mal que somos un cuerpo y que el mundo en el que habita tiene también sus cosas buenas, oiga!
No me lo había planteado, la verdad. Supongo que había aceptado sin más que soy un cuerpo. Muy buena entrada, Damián. Como siempre, leerte es un gustazo.
ResponderEliminarNo se puede expresar más claramente el concepto. A lo que añadiría que sí, aparentemente somos ese lapsus vital, lo que fastidia es que viniera Einstein a decirnos que el tiempo ese, del que creemos disponer, es relativo. "cachis". Un fuerte abrazo y que se te cure pronto el maltrecho cuerpo.
ResponderEliminarAEB, ten cuidado que hay toda una ristra de preguntas a cuál peor. Lo de que el tiempo sea relativo, emejota, puede ser un consuelo, ya ves. Un abrazo a las dos.
ResponderEliminarDamián, yo también me he puesto en un aprieto, y no he podido desarrollar esa frase que planteas.
ResponderEliminarPero en definitiva, da gusto tener un profesor de filosofía,gracias a ti Damián la filosofía la miro desde otra perspectiva...
Saludos Damián que te mejores de esa gastroenteritis.
Un saludo!
ResponderEliminarHe leído tu entrada y no me ha dejado indiferente. Así que me planteo: será nuestro cuerpo un eslabón que une lo espiritual con lo real?
Hola máquina,
ResponderEliminarsólo hay cuerpo.La pregunta de si somos cuerpo ya esconde un dualismo.
Un abrazo.....
Otro Francisco
Al hilo de recientes post, un decidido materialista como yo se plantea : si fuésemos una simulación de una civilización suficientemente avanzada sí podríamos distinguir entre niveles-planos de existencia.
ResponderEliminarDesde este pto. de vista ,curiosamente, los papeles estarían trastocados y nuestro cuerpo (léase cerebro en una cubeta, cuerpo en flotación en matrix o lo que sea)o hardware sería una especie de espíritu, pues estaría más allá de la experiencia sensible.
Saludos