Todavía tengo en mi retina los buenos momentos que vivimos ayer en el Festival de Navidad de mi centro, pese a una sonorización horrorosa y todas las limitaciones que hay que solventar en el medio escolar. Como tengo esta cosa enfermiza de hacer conexiones reflexivas a veces imposibles me he levantado hoy pensando en aquellas sensaciones que empecé a experimentar allá, más o menos, por el pleistoceno.
Cuando tenía diez años me encargaron que presentara el festival de fin de curso de mi colegio. En realidad me hubiera gustado más que me hubieran seleccionado para participar en la obrita de teatro que ponía el colofón del evento (un sainete costumbrista que hoy daría pavor a cualquiera) o participar del coro que cantaba “Clavelitos”. Fue mi primera intervención delante de un micrófono. Aunque me temblaban las piernas al final todo el mundo me felicitó. ¿Empezó ahí mi incontinencia verbal, mi pasión por un escenario? Ya saben a quién echarle la culpa. Al poco tiempo empecé a jugar a balonmano (más mal que bien) en el equipo del Colegio. Un equipo que en años anteriores había alcanzado mucha fama y del que teníamos la responsabilidad de emular en la medida de lo posible. El uniforme del equipo era azul y rojo, una combinación que nunca me gustó pero que, al fin y al cabo, era NUESTRO uniforme. Los sábados por la mañana cuando teníamos que jugar en otros centros salíamos con el pecho hinchado a la cancha aunque el rival nos pasara por encima. Teníamos un auténtico “espíritu de grupo”. Nos sentíamos un grupo especial, tanto respecto a quienes eran un curso mayor que nosotros como a los que venían por detrás. Seguramente los demás pensaban lo mismo pero en aquellos años no reparábamos en eso. Estas y otras cosas hizo que en muchas ocasiones estudiáramos juntos. Nos preocupaban las notas de los compañeros y nos echábamos una mano, sobre todo cuando llegamos a 3º de BUP y COU (lo que es hoy 1º y 2º de bachillerato), cuando la tormenta hormonal iba remitiendo y te dabas cuenta de que habían más cosas en el mundo. Cuando nos pusimos a organizar el viaje de fin de curso la cosa no fue tan bien. Nuestras tendencias anarquistas hacían que al final tuviéramos pérdidas en casi todo lo que montábamos. Así que el dinero que obtuvimos no nos dio para ir más lejos de la isla de La Palma. Con todo, fue un viaje memorable, el epílogo de muchísimos años de camaradería.
Una de las cosas que más pavor me daba era decepcionar a mis profesores. Sabía que esperaban mucho de mi y procuraba estar a la altura, sobre todo con aquellos con los que tenía un feeling especial. Todo lo que aprendí en el colegio (una etapa que abarcó de los cuatro a los diecisiete años) lo llevo, de una manera u otra, incorporado en mi. Pero aquellas cosas que viví, que tramé, con mis compañeros permanecen de una manera nítida en mi mente, como si hubieran ocurrido ayer por la tarde. El colegio cerró en 1994. Años después tuve la fortuna, junto con un amigo de toda la vida, Marcelino Martín, de escribir un libro sobre el mismo. La presentación de ese libro reunió a cientos de antiguos alumnos de todas las promociones. Allí no se hablaba de Física y Química, hay que reconocerlo, se hablaba de todas aquellas cosas que habían acercado a las personas, de amores y odios, de anécdotas y aventuras, de los lazos de amistad y del recuerdo de aquellos profesores que nos soportaron y nos dieron una palmada en el hombro cuando lo necesitamos, del afecto por aquella vieja casona canaria que albergaba aquel colegio tan singular en todos los aspectos. Toda una celebración de la vida.
Ahora, cosa de los años, tengo la ocasión de observar lo mismo desde el otro lado del escenario. Cuando contemplo como profesor los mismos lazos que se forjan en mis alumnos en el momento en el que se lanzan a montar un musical o una representación, cuando pongo cara de circunstancias en el instante en el que la cosa se empantana o los egos se desbordan, no puedo dejar de acordarme de que yo fui igual antes de que ellos nacieran y de que lo sigo evocando con un enorme cariño. Pienso que hay una enseñanza fundamental detrás de todo esto: las empresas y las soluciones son, muchas veces, proyectos colectivos.
Felicidades a todo el alumnado que montó unos número musicales de antología en el festival de nuestro centro, que sacrificó tardes y recreos y que nos hizo disfrutar durante un buen rato. Siempre he pensado que lo esencial de la educación es atemporal y que las cosas, sobre todo las buenas, se repiten.
¡Felices Fiestas a todos desde “La Inocencia del Devenir”!
Cuando tenía diez años me encargaron que presentara el festival de fin de curso de mi colegio. En realidad me hubiera gustado más que me hubieran seleccionado para participar en la obrita de teatro que ponía el colofón del evento (un sainete costumbrista que hoy daría pavor a cualquiera) o participar del coro que cantaba “Clavelitos”. Fue mi primera intervención delante de un micrófono. Aunque me temblaban las piernas al final todo el mundo me felicitó. ¿Empezó ahí mi incontinencia verbal, mi pasión por un escenario? Ya saben a quién echarle la culpa. Al poco tiempo empecé a jugar a balonmano (más mal que bien) en el equipo del Colegio. Un equipo que en años anteriores había alcanzado mucha fama y del que teníamos la responsabilidad de emular en la medida de lo posible. El uniforme del equipo era azul y rojo, una combinación que nunca me gustó pero que, al fin y al cabo, era NUESTRO uniforme. Los sábados por la mañana cuando teníamos que jugar en otros centros salíamos con el pecho hinchado a la cancha aunque el rival nos pasara por encima. Teníamos un auténtico “espíritu de grupo”. Nos sentíamos un grupo especial, tanto respecto a quienes eran un curso mayor que nosotros como a los que venían por detrás. Seguramente los demás pensaban lo mismo pero en aquellos años no reparábamos en eso. Estas y otras cosas hizo que en muchas ocasiones estudiáramos juntos. Nos preocupaban las notas de los compañeros y nos echábamos una mano, sobre todo cuando llegamos a 3º de BUP y COU (lo que es hoy 1º y 2º de bachillerato), cuando la tormenta hormonal iba remitiendo y te dabas cuenta de que habían más cosas en el mundo. Cuando nos pusimos a organizar el viaje de fin de curso la cosa no fue tan bien. Nuestras tendencias anarquistas hacían que al final tuviéramos pérdidas en casi todo lo que montábamos. Así que el dinero que obtuvimos no nos dio para ir más lejos de la isla de La Palma. Con todo, fue un viaje memorable, el epílogo de muchísimos años de camaradería.
Una de las cosas que más pavor me daba era decepcionar a mis profesores. Sabía que esperaban mucho de mi y procuraba estar a la altura, sobre todo con aquellos con los que tenía un feeling especial. Todo lo que aprendí en el colegio (una etapa que abarcó de los cuatro a los diecisiete años) lo llevo, de una manera u otra, incorporado en mi. Pero aquellas cosas que viví, que tramé, con mis compañeros permanecen de una manera nítida en mi mente, como si hubieran ocurrido ayer por la tarde. El colegio cerró en 1994. Años después tuve la fortuna, junto con un amigo de toda la vida, Marcelino Martín, de escribir un libro sobre el mismo. La presentación de ese libro reunió a cientos de antiguos alumnos de todas las promociones. Allí no se hablaba de Física y Química, hay que reconocerlo, se hablaba de todas aquellas cosas que habían acercado a las personas, de amores y odios, de anécdotas y aventuras, de los lazos de amistad y del recuerdo de aquellos profesores que nos soportaron y nos dieron una palmada en el hombro cuando lo necesitamos, del afecto por aquella vieja casona canaria que albergaba aquel colegio tan singular en todos los aspectos. Toda una celebración de la vida.
Ahora, cosa de los años, tengo la ocasión de observar lo mismo desde el otro lado del escenario. Cuando contemplo como profesor los mismos lazos que se forjan en mis alumnos en el momento en el que se lanzan a montar un musical o una representación, cuando pongo cara de circunstancias en el instante en el que la cosa se empantana o los egos se desbordan, no puedo dejar de acordarme de que yo fui igual antes de que ellos nacieran y de que lo sigo evocando con un enorme cariño. Pienso que hay una enseñanza fundamental detrás de todo esto: las empresas y las soluciones son, muchas veces, proyectos colectivos.
Felicidades a todo el alumnado que montó unos número musicales de antología en el festival de nuestro centro, que sacrificó tardes y recreos y que nos hizo disfrutar durante un buen rato. Siempre he pensado que lo esencial de la educación es atemporal y que las cosas, sobre todo las buenas, se repiten.
¡Felices Fiestas a todos desde “La Inocencia del Devenir”!
Felicidades en estos días de vacaciones, al igual que el resto del año. Lo que has escrito es la vida que sigue, se replica y siempre nos parece recien estrenada por nosotros. Un fuerte abrazo.
ResponderEliminar