Es bien sabido que los grandes faraones del antiguo Egipto estaban obsesionados por pasar a la posteridad, porque se recordara sus nombres mucho después de su muerte y que su legado permaneciera perenne a través de sus obras. Y en parte lo consiguieron. Muchos de los monumentos que han llegado hasta nuestros días están ligados a esos faraones. La obsesión por esta forma de inmortalidad ha recorrido la historia y llegado hasta nuestros días. Pero a diferencia de otras épocas en nuestras sociedades democráticas occidentales, al menos sobre el papel, se supone que la gestión de lo público no puede estar condicionado por la megalomanía del gobernante de turno. Nadie hoy en día puede pretender que el personal abandone sus tareas y ocupaciones para levantar un mausoleo a la gloria del mandamás que toque, como era usual hace un par de milenios. Lo que pasa es que hoy las cosas son muchos más sutiles.
En el mercado persa en el que se ha convertido la política de nuestro tiempo sigue funcionando la idea de que solo vende lo que se ve y es notorio. Después de cuatro años de legislatura un partido en el poder tiene que presentar un buen balance de obras e inversiones a cuál más espectacular. Un partido, por contra, que aspire a gobernar tiene que presentar proyectos audaces que descoloquen al resto. No importan cosas como la financiación o la funcionalidad del proyecto, minucias que si hace falta dormirán el sueño de los justos cuando llegue el momento. El caso es que la ciudadanía ha caído en el mismo juego. Se juzga el trabajo de unos y de otros en función de si han puesto patas arriba la ciudad, de si han multiplicado exponencialmente la superficie asfaltada o de si han aportado algún edificio gigantesco, carísimo y perfectamente prescindible al patrimonio urbano.
Claro, cosas como avanzar en la igualdad de la ciudadanía, en una mejor educación de los jóvenes, en la protección del medioambiente, en hábitos saludables, en el disfrute de la cultura, etc son menos visibles y por ello secundarias. Una vez más, a mi juicio, las prioridades están equivocadas. Dentro de poco empezaremos a ver los distintos programas políticos en circulación y podremos asombrarnos con las propuestas de portada, con las propuestas estrella. En el fondo es una cuestión de puro marketing político. Hay que dar mensajes claros y contundentes. Propuestas que se traduzcan en cosas que la gente entienda y que supongan un aluvión de dinero, de tal manera que el ciudadano medio crea que con tal partido nos tocará poco menos que la lotería, a diferencia de los otros que son algo así como un agujero negro. Luego la práctica se ha encargado de demostrarnos que no hay tantas diferencias entre unos y otros. Esta es otra forma, moderna y sibilina, de faraonismo. “Este político pasó a la historia por haber promovido aquel macro puerto”, “aquel otro por haber agujereado una montaña como una supuesta obra artística”, “ese por haber traído el tren a las islas”. [François Miterrand, el difunto presidente de la República Francesa -por poner un ejemplo nada sospechoso de localismo partidista- representa a las claras este nuevo faraonismo, obsesionado como estaba por pasar a la historia como otra de las glorias de Francia]. Cosas como el coste económico, el impacto medioambiental, la idoneidad en función de las prioridades globales son detalles que no van a chafar un buen publi-reportaje, un caudal de notas de prensa y, sobre todo, una oportunidad para pasar a la historia. Está claro que, al avispado lector, no se le ha escapado que todo esto esconde, además, una cuestión aún de mucho mayor alcance: los proyectos faraónicos mueven mucho dinero, para dar y repartir a discreción.
¿Y todo lo demás? En el todo lo demás está, a mi juicio, la verdadera política, el buen gobierno. La gestión de las desigualdades ciudadanas, la mejora de las oportunidades laborales, comerciales, sanitarias, educativas... la construcción de un marco social inclusivo, avanzar en una relación sostenible con el medioambiente, entre otras muchas cosas, requiere de considerables medios económicos y humanos. De mucho esfuerzo, tesón y constancia. Podría ser el núcleo de un programa político honesto y efectivo. Y son estas cosas, precisamente, las que repercutirían favorablemente en nuestra vida diaria. El problema es que el responsable de la campaña electoral pondrá el grito en el cielo: “¡así no se ganan una elecciones!”. Como ocurría con los faraones el interés personal (el del candidato, el del partido, el de su oscura esfera de influencia) termina por marcar la pauta, por mucho que se quiera disfrazar de interés colectivo, por mucho que la mega obra a su mayor gloria termine formando parte de este paisaje nuestro tan alicaído y maltratado. La fatalidad y desidia colectiva harán el resto.
En el mercado persa en el que se ha convertido la política de nuestro tiempo sigue funcionando la idea de que solo vende lo que se ve y es notorio. Después de cuatro años de legislatura un partido en el poder tiene que presentar un buen balance de obras e inversiones a cuál más espectacular. Un partido, por contra, que aspire a gobernar tiene que presentar proyectos audaces que descoloquen al resto. No importan cosas como la financiación o la funcionalidad del proyecto, minucias que si hace falta dormirán el sueño de los justos cuando llegue el momento. El caso es que la ciudadanía ha caído en el mismo juego. Se juzga el trabajo de unos y de otros en función de si han puesto patas arriba la ciudad, de si han multiplicado exponencialmente la superficie asfaltada o de si han aportado algún edificio gigantesco, carísimo y perfectamente prescindible al patrimonio urbano.
Claro, cosas como avanzar en la igualdad de la ciudadanía, en una mejor educación de los jóvenes, en la protección del medioambiente, en hábitos saludables, en el disfrute de la cultura, etc son menos visibles y por ello secundarias. Una vez más, a mi juicio, las prioridades están equivocadas. Dentro de poco empezaremos a ver los distintos programas políticos en circulación y podremos asombrarnos con las propuestas de portada, con las propuestas estrella. En el fondo es una cuestión de puro marketing político. Hay que dar mensajes claros y contundentes. Propuestas que se traduzcan en cosas que la gente entienda y que supongan un aluvión de dinero, de tal manera que el ciudadano medio crea que con tal partido nos tocará poco menos que la lotería, a diferencia de los otros que son algo así como un agujero negro. Luego la práctica se ha encargado de demostrarnos que no hay tantas diferencias entre unos y otros. Esta es otra forma, moderna y sibilina, de faraonismo. “Este político pasó a la historia por haber promovido aquel macro puerto”, “aquel otro por haber agujereado una montaña como una supuesta obra artística”, “ese por haber traído el tren a las islas”. [François Miterrand, el difunto presidente de la República Francesa -por poner un ejemplo nada sospechoso de localismo partidista- representa a las claras este nuevo faraonismo, obsesionado como estaba por pasar a la historia como otra de las glorias de Francia]. Cosas como el coste económico, el impacto medioambiental, la idoneidad en función de las prioridades globales son detalles que no van a chafar un buen publi-reportaje, un caudal de notas de prensa y, sobre todo, una oportunidad para pasar a la historia. Está claro que, al avispado lector, no se le ha escapado que todo esto esconde, además, una cuestión aún de mucho mayor alcance: los proyectos faraónicos mueven mucho dinero, para dar y repartir a discreción.
¿Y todo lo demás? En el todo lo demás está, a mi juicio, la verdadera política, el buen gobierno. La gestión de las desigualdades ciudadanas, la mejora de las oportunidades laborales, comerciales, sanitarias, educativas... la construcción de un marco social inclusivo, avanzar en una relación sostenible con el medioambiente, entre otras muchas cosas, requiere de considerables medios económicos y humanos. De mucho esfuerzo, tesón y constancia. Podría ser el núcleo de un programa político honesto y efectivo. Y son estas cosas, precisamente, las que repercutirían favorablemente en nuestra vida diaria. El problema es que el responsable de la campaña electoral pondrá el grito en el cielo: “¡así no se ganan una elecciones!”. Como ocurría con los faraones el interés personal (el del candidato, el del partido, el de su oscura esfera de influencia) termina por marcar la pauta, por mucho que se quiera disfrazar de interés colectivo, por mucho que la mega obra a su mayor gloria termine formando parte de este paisaje nuestro tan alicaído y maltratado. La fatalidad y desidia colectiva harán el resto.
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