Aparte del atún y del Estado del Bienestar otras de las cosas que probablemente no conocerán nuestros nietos serán las librerías. Al menos entendidas como espacios físicos y singulares, habitados por un número indeterminado de libros de papel entre los que perder la noción del tiempo. Es bastante probable que esta pérdida pase inadvertida (de hecho ya ocurre) para la mayoría de los mortales, enfrascados como están en cosas más mundanas. Pero quiero pensar que todavía queda algún extraterrestre al que se le hace difícil pensar una vida sin la posibilidad de zambullirse entre las novedades editoriales y los fondos de anaqueles y, además, poder tocar los ejemplares y decidir si vale la pena que engrose la biblioteca personal. Por esto mismo creo que resulta todo un gesto de rebeldía y resistencia cultural comprar, al menos de vez en cuando por aquello de lo mucho que nos están apretando los bolsillos, un libro en una librería. Y si es una librería pequeña, de las de pueblo de toda la vida, mejor todavía. A veces tengo la sensación de que algún que otro librero, de los poquitos que van quedando, cuando le compro un libro disimula el impulso de darme un abrazo o algo por el estilo. Yo le daría una palmadita en el hombro como gesto de reconocimiento por seguir empeñándose en tamaña empresa. Pero las formas aún imperan.
Cuando era un niño recuerdo como un momento intenso cuando mi padre me daba unas pesetas para que me comprara un libro en alguna de las dos únicas pequeñas librerías que existían en mi pueblo. Me encantaba particularmente darle vueltas a los expositores giratorios donde se ubicaban los libros de bolsillo (la dádiva de mi padre no daba para más). Eran esos años en los que en este campo dominaba la colección Reno, de Plaza y Janés, con sus sobrecubiertas de colorines. Con los años he adquirido la habilidad de leer títulos y autores en expositores giratorios a una velocidad de vértigo sin que me afecte por ello la musculatura del cuello (una de mis pocas destrezas, por cierto). Aquel ejemplar que llama mi atención activa rápidamente la zona correspondiente de mi cerebro que ordena detener el giro y atender el susurro que proviene desde esas páginas.
En estos días de compras y desenfreno venido a menos he podido comprobar cómo algunas de estas pequeñas librerías permanecen tan vacías como cualquier día del año. Mientras, el capital circulante se concentra en las innumerables tiendas de ropa de los grandes centros comerciales, el único artículo que la gente considera imprescindible -aunque sus armarios estén a reventar. Así que, amigo lector, si aún te queda algún libro que comprar, si eres de esos que no entiende empezar el año sin algún ejemplar prometedor entre las manos, hazle un favor a la causa y cómpralo en una pequeña librería. Ya sé que en la mayoría de los casos éstas se han convertido en papelerías y puntos de ventas de best sellers, pero con buen ojo y un poco de paciencia seguro que se descubre algo que valga la pena. Así empezamos este 2012 con el primer gesto contracorriente (que no es poco).
[El Cazador de Libros (1)]
PD: Este es el primer post en el que voy a prescindir de incluir en el título el capítulo al que pertenece el texto. Una manía un tanto enfermiza, lo reconozco, debido a mi mente estructurante. Pero como no renuncio al mismo, sobre todo porque al final de cada año me sirve para archivar e imprimir los textos agrupados por temas, los seguiré especificando al final de la entrada. Feliz año, de nuevo.
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