No sé si es casualidad que algunas cuestiones propias de la Filosofía de las Religiones puedan abordarse en estas fechas de Cuaresma, pero tiene su aquello. Abordar ciertos temas desde la óptica crítica de la Filosofía, con un poquito de análisis comparado y mucho de ciertas informaciones de las que no se contemplan en las distintas doctrinas oficiales, puede obrar “milagros”. En realidad bastarían dos enfoques: uno desde el punto de vista histórico, entendiendo el entramado religioso en su devenir institucional, enfrascado en la lucha por el poder y las ansias de dominación y otro planteando, necesariamente, el concepto de “laicismo”. Desde esta perspectiva aún podríamos apreciar ciertos resabios teocráticos que convendría revisar. Por ejemplo: ahora que entramos en vísperas de la Semana Santa asistiremos de nuevo a esa ceremonia de la confusión y la pleitesía (por decirlo de alguna manera) en la que el poder civil se somete, aunque sea simbólicamente, al religioso. No otra cosa es esa rancia imagen de alcaldes y ediles, varas de mando en mano, caminando circunspectos detrás de la Virgen de turno. Esta imagen que a algunos se les antoja piadosa y hasta entrañable esconde un significado nada inocente. Es el resultado atávico de entender aún lo político como subordinado a lo religioso, todo un atisbo medieval. Al igual que esa manía por nombrar a determinadas imágenes como alcaldes perpetuos o patronas generales de no sé qué. Uno no tiene nada en contra de que las distintas confesiones religiosas puedan hacer sus exhibiciones en la vía pública, también tienen derecho a ello - aunque en algunos sitios, como este en el que me encuentro, la celebración de medio santoral pueda convertir la cosa en algo verdaderamente fastidioso para los transeúntes como yo. Claro que hay quien pretende llegar a un puesto de representación política a base de ejercer de costalero. Y es que la cosa piadosa sigue tirando, como se sigue pensando que un colegio religioso es al final una mejor opción educativa o que hacer la comunión no le hace daño a nadie. Está claro que estas son cosas que pertenecen a la esfera de las decisiones privadas pero también están inscritas en un suelo social, en una suerte de medioambiente que ejerce una cierta presión (sobre todo cuando un derecho personal termina convirtiéndose casi en una obligación colectiva). La única posibilidad de encontrar el adecuado equilibrio entre la distintas opciones y asegurar la completa neutralidad del espacio público es el laicismo. Hay que superar esa falacia del recurso a la tradición, del orden inamovible de las cosas, de la falsa seguridad del “siempre se ha hecho así”. Lo mejor de todo es, indudablemente, comprobar cómo esa forma de hacer las cosas no suele resistir un análisis mínimamente riguroso, todo lo más genera un cierto atrincheramiento; algo propio, por cierto de quien utiliza la fe como una especie de bunker a prueba de cualquier cosa.
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