Hace unos años se puso de moda en esa cosa llamada 'círculos académicos' una obsesión por el 'final de'. Se hablaba del 'final de la Historia', el 'final del Arte' e, incluso, del 'final de la Ciencia'. Habíamos llegado, se pensaba, a un estadio de la civilización en el que estaba todo a punto de finiquitarse en un placentero parque temático global. Hemos visto, sin embargo, que la cosa no era para tanto. Aún queda mucho por dilucidar en todos los órdenes de la existencia humana. Sin embargo, hay quienes, no sin sobradas razones, apuntan ahora a un nuevo “final de”. Se trata del 'final de la ciudadanía'. ¿Qué pasa con esto?
El concepto de 'ciudadanía' es un afortunado invento contemporáneo. Está ligado a las luchas contra los absolutismos políticos y se opone al concepto de 'súbdito'. Al súbdito solo le cabe obedecer a una autoridad superior y esperar algo de su gracia. El ciudadano, sin embargo, está sujeto al derecho y encuentra su plenitud y su sentido en un marco democrático. Pues bien, en el actual contexto social y económico comprobamos cómo la condición ciudadana está siendo sustituida por una nueva forma de sumisión de una manera harto disimulada pero no menos peligrosa. Se nos hace creer que cumplir con la cita electoral de turno es la máxima expresión de nuestra soberanía. Pero a poco que nos detengamos a pensar empezamos a darnos cuenta de la gigantesca estafa en la que estamos metidos hasta las cejas. En primer lugar, las opciones políticas con posibilidades reales de gobierno son todas ellas, más allá de la habilidad de la mercadotecnia para fabricar marcas aparentemente diferenciadas, tan semejantes como una papa y una batata. Terminamos eligiendo entre primos hermanos de tal modo que el núcleo del sistema quede blindado frente a todo cuestionamiento de fondo. Todo queda en familia. Esto es posible gracias a que estas formaciones políticas tienen la capacidad financiera y mediática suficiente para intervenir constantemente en la opinión pública. Y en segundo lugar, las decisiones importantes (las económicas, claro) quedan al margen de la ciudadanía. Son tomadas por individuos y corporaciones que no han sido elegidas por nadie y en consecuencia solo responden a sus intereses particulares.
En el mundo que nos están diseñando la ciudadanía solo juega el papel de un convidado de piedra. Hay que admitir también que el personal en estos años se ha acostumbrado a que les resuelvan la papeleta. Pensamos que el final de la Historia había llegado, de alguna manera, en forma de un plácido abandono a un consumismo sin límites y que para las cuestiones políticas y de gestión ya existe una clase profesional encargada de sacarnos las castañas del fuego (que para eso se les paga y además encima les permitimos que se llenen los bolsillos con trapicheos de todo tipo). No me pidan que haga una huelga (para que encima me descuenten dinero), no me pidan que participe de una manifestación (que me pierdo el partido de fútbol), no me pidan que me posicione frente a este follón que se ha montado -dicen- porque al parecer hemos vivido por encima de nuestras posibilidades (que es muy aburrido y uno de eso no entiende). ¡Pero que alguien me lo solucione ya que para eso me porto bien y no doy la lata! No en vano hay quien va más lejos y entiende lo que está pasando como una nueva forma de feudalismo. Esto es, a cambio de protección contra los muchos enemigos que nos acechan, el señor feudal exige obediencia completa y una buena tajada del trabajo del siervo. Nuestros señores de turno están dispuestos a ofrecernos algún trabajillo basura a cambio de no morirnos de hambre. Pero en el precio va también el decirle adiós a todas aquellas conquistas sociales y laborales de las últimas décadas que creímos aseguradas in secula seculorum. Vemos, entonces, cómo aquella idea de ciudadanía resulta en este horizonte asiático-medieval un completo estorbo. Pero, en los tiempos que corren, no es cuestión de abolirla lisa y llanamente como haría un nuevo Fernando VII frente a un auditorio gritando aquello de “¡vivan las cadenas!”. Se trata de una cosa más sutil, relacionada con lo que un economista nada sospechoso de extremismo como Joaquín Estefanía ha denominado “la economía del miedo”. Con una población atemorizada frente a los jinetes del apocalipsis desatados por una supuesta crisis (solo entendible por los expertos en la materia, por los gurús que dominan los tecnicismos abstrusos del lenguaje económico) es más fácil aprovechar la coyuntura para eliminar cualquier obstáculo con el fin de que los de siempre continúen llenándose los bolsillos. ¡La ciudadanía ha muerto!, ¡viva la ciudadanía!
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