Convertir la escuela, el lugar donde alumnos y profesores pasamos tantos años de nuestra vida, en un espacio habitado y habitable no es una cosa nueva. No son pocas las experiencias que existen por esos mundos en lo que el espacio de convivencia escolar se considera como un elemento más a cuidar del proceso educativo. Sin embargo, suelen ser proyectos individuales que tienen mucho con ver con las peculiaridades del docente y no tanto con un proyecto de centro o una apuesta colectiva. Apunto esto porque en el curso en el que cumplo veinte años de docencia (ya se sabe que veinte años no son nada –como dice el tango) he podido disponer de un aula dedicada en exclusiva a la enseñanza de la Filosofía. Por primera vez (y nunca es tarde) puedo hacer coincidir continente y contenido. Esto ha sido posible gracias a la decisión tomada en mi centro de adoptar el modelo de aulas temáticas en vez del de grupo-clase. Los profesores sabemos, sin embargo, que un número de casos importantes en los que un centro se ha lanzado a esta aventura no ha pasado de ser un simple apaño en el que el docente se queda quieto en un sitio y es el alumnado el que se mueve (con el inconveniente añadido del aumento del colesterol del malo). O en el mejor de los casos la ocasión para poner algún poster de la materia en la pared del aula. Pero este enfoque permite, salvando los imponderables de tipo económico y las propias limitaciones organizativas del centro, un salto pedagógico enorme. Algo que puede lograrse con un poco de voluntad, imaginación y atrevimiento (las precondiciones para cualquier enfoque innovador, por cierto). El aula de Filosofía “Hannah Arendt” trata de crear un espacio singular para el trabajo y la reflexión filosófica. ¡O al menos eso espero! Parto de la base de que hay unos principios que son consustanciales a la naturaleza humana (ya sé que esto es mojarse demasiado) y uno de ellos es que nos atrae aquello que nos hace sentir cómodos y nos repele justamente aquello que nos incomoda. En esto la organización y tratamiento del espacio juega un papel importante. Hay que atraer al personal y hacer que entienda su estancia en el aula como una experiencia de vida y no como un espacio ajeno y alienante. No hay ninguna razón para que los centros educativos tengan un aspecto anodino y en algunos casos carcelario, para que sigan mostrando la misma pobreza material (crisis mediante) que hace treinta años y que sigan generando esa falta de vínculo propia de los lugares de producción en serie. No hay motivo alguno para que sigan siendo, en palabras del sociólogo Marc Augé “no-lugares”. Esto es: un espacio de tránsito carente de identidad. En esto han devenido los centros educativos en las últimas décadas. Por el contrario, es necesario convertirlos en lugares habitables, con una historia que es producto de las personas que lo ocupan y con una vocación relacional. Este planteamiento no es necesariamente propio de un Aula de Filosofía, sino de un planteamiento docente válido para cualquier materia (¡incluso para las matemáticas! –a las que siempre se pone, sin que uno sepa muy bien porqué como ejemplo de todo tipo de limitaciones). En lo que a uno atañe, tengo claro que si queremos seguir aquel dictum de Kant: “lo importante no es enseñar Filosofía, sino enseñar a filosofar” hay que jugar con todos los elementos, incluido el del hábitat en el que nos movemos. Y, por cierto, cada vez tengo más claro también que los límites de nuestro potencial docente no son sino una de nuestras muchas taras psicológicas.
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