martes, 19 de enero de 2016

Política emocional


La izquierda ha llegado, por fin, a la conclusión de que, como en todos los ámbitos de la vida humana, la política también es una cosa emocional. Reconozco que a uno, de igual modo, le ha costado aceptarlo. Sobre todo porque hasta hace nada estaba convencido de que los datos, las estadísticas, los hechos hablaban por sí mismos y que para eso bastaba oído y un poco de entendederas. La izquierda siempre pensó que la revolución era una cuestión de toma de conciencia (racional) de la realidad por parte de las clases oprimidas. Sabiendo que eso era un peligro para el orden establecido, las oligarquías planetarias desarrollaron en las últimas décadas el mayor sistema de alienación de masas conocido. Qué va a ser más importante: ¿la próxima expulsión de Gran Hermano o el hecho de que, como acaba de anunciar Oxfam, el uno por ciento de la población concentre más riqueza que la mayor parte de la humanidad entera? ¿Acaso llama más a la movilización la constatación de que vivimos en un sistema de robo y corrupción generalizada o la antesala de un Madrid-Barça? Ante este estado de cosas la nueva generación de izquierdosos postmodernos, con muy buen tino, pone el acento en las rastas y coletas, las proclamas que apelan a los sentimientos, la asistencia a programas de televisión que horrorizarían a los antiguos y adustos patriarcas de los partidos clásicos, buscan elementos de rebeldía e identificación, se reúnen en plazas y corean consignas, viejas y nuevas, tuitean a mansalva con el efecto buscado de generar estados de ánimo y de opinión, ponen en valor a personas que hasta hace poco ni hubieran pensado que podrían estar representando a innumerables conciudadanos. Al mismo tiempo, sueltan encima de la mesa medidas y demandas que chocan de frente con las políticas neoliberales, atacan al sistema de privilegio de las castas dominantes y realizan gestos y acciones con una enorme carga simbólica. A esto unos lo llaman populismo y en realidad es política emocional. Lo que pasa es que las emociones también deben manejarse con tino y mesura, so pena de generar saturación y desbordamiento y, a la postre, anulación del efecto que se buscaba. La consecuencia, en todo caso, se refleja en la posibilidad, por primera vez desde tiempos inmemoriales, de activar políticas transformadoras, en dar voz a los sin voz y en poner cerco al sistema de latrocinio generalizado que lleva echando humo desde los tiempos en que el viejo dictador pescaba salmón. Hay que seguir muy atentos la jugada, sí señor.

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