domingo, 3 de enero de 2016

Mundo ruido


Cada vez se me hace más duro estar en un local donde el nivel de decibelios de la música ambiente se funde con las decenas de gargantas que gritan y, si se trata de una cafetería, con la odiosa máquina de moler el café o la de hacer batidos. Solo un zombi puede aguantar ese nivel de ruido. O la marchona demoledora que ponen muchas tiendas de ropa para que el personal compre a ritmo de chunga chunga. Por no hablar de los cines, donde los graves de las explosiones y demás pirotecnia cinematográfica te pueden hacer saltar el hígado por los aires. Y qué decir de las guaguas que pasan a medio metro de uno en el momento justo de acelerar metiéndote, de propina,  una descarga de humo asqueroso directo a los ojos. Cómo soportar al que tiene la inaguantable costumbre de hablarte gritando cuando apenas está a un palmo de tu cara. Vivimos en un mundo de ruido, de gritos, de sobrepresión sonora. Constituye una parte importante de este escenario desquiciado en el que habitamos y al que, hay que reconocerlo, a más de uno le parece música celestial. Por esto mismo, el silencio, en cuanto que bien absolutamente escaso, se ha vuelto un lujo asiático, la mejor medicina contra la locura de nuestro tiempo. Pero es una medicina que debe administrarse con precaución a los enfermos. En alguna ocasión, he intentado hacer el ejercicio de “escuchar el silencio” con mi alumnado y no son raros los episodios de ansiedad y nerviosismo que se producen. Es natural. Eliminar de repente gritos y ruidos, golpes y estruendo, eliminar esa densidad sonora y descubrir un mundo de sosiego puede producir vértigo. Descubrir que en uno habita un corazón que palpita o que en la lejanía se oye el ladrido de un perro puede suponer para muchos una experiencia desconcertante. Qué cosas y qué ejemplo de lo insalubre de este mundo.

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