Cada vez se me hace más duro
estar en un local donde el nivel de decibelios de la música ambiente se funde
con las decenas de gargantas que gritan y, si se trata de una cafetería, con la
odiosa máquina de moler el café o la de hacer batidos. Solo un zombi puede
aguantar ese nivel de ruido. O la marchona demoledora que ponen muchas tiendas
de ropa para que el personal compre a ritmo de chunga chunga. Por no hablar de los cines, donde los graves de las
explosiones y demás pirotecnia cinematográfica te pueden hacer saltar el hígado
por los aires. Y qué decir de las guaguas que pasan a medio metro de uno en el
momento justo de acelerar metiéndote, de propina, una descarga de humo asqueroso directo a los
ojos. Cómo soportar al que tiene la inaguantable costumbre de hablarte gritando
cuando apenas está a un palmo de tu cara. Vivimos en un mundo de ruido, de
gritos, de sobrepresión sonora. Constituye una parte importante de este
escenario desquiciado en el que habitamos y al que, hay que reconocerlo, a más
de uno le parece música celestial. Por esto mismo, el silencio, en cuanto que
bien absolutamente escaso, se ha vuelto un lujo asiático, la mejor medicina
contra la locura de nuestro tiempo. Pero es una medicina que debe administrarse
con precaución a los enfermos. En alguna ocasión, he intentado hacer el
ejercicio de “escuchar el silencio” con mi alumnado y no son raros los
episodios de ansiedad y nerviosismo que se producen. Es natural. Eliminar de
repente gritos y ruidos, golpes y estruendo, eliminar esa densidad sonora y
descubrir un mundo de sosiego puede producir vértigo. Descubrir que en uno
habita un corazón que palpita o que en la lejanía se oye el ladrido de un perro
puede suponer para muchos una experiencia desconcertante. Qué cosas y qué
ejemplo de lo insalubre de este mundo.
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