La última película de Clint Eastwood, "J. Edgar", supone un retrato feroz, no solo de un personaje clave en la postguerra sino de toda la política norteamericana del momento (y del presente, incluso). No voy a profundizar mucho en un tipo de análisis que ya ha hecho magníficamente el compañero José Manuel de Pablos, catedrático de periodismo de la ULL y que suscribo completamente. Pero quiero añadir, ahora que la película me ha llevado al libro sobre el que está basada, “Oficial y confidencial” de Anthony Summers (Anagrama 2011), que lo de J. Edgar es la versión edulcorada de lo mismito que ya hiciera el siniestro Goebbels. La única diferencia es la habilidad de la industria cultural norteamericana para vendernos el producto, para dárnosla con queso. Con el tiempo he pasado de sentir un escalofrío patriótico al oír el cornetín del Séptimo de Caballería al galope, en aquellas tardes sabatinas de la infancia, a asociarlo con el mugido de alguno de los jinetes del apocalipsis. Como muy bien refleja la película de un Eastwood más allá, afortunadamente, del bien y del mal, J. Edgar fue un especialista en construir un personaje a su medida y en función de sus intereses. Es también un retrato despiadado del Poder. Un retrato que entronca con una tradición que se remonta a la Roma Imperial, pasando por los Borgia y con una estación terminal, como acabo de comentar, en la Alemania nazi, de la cual era, al parecer, nuestro personaje un disimulado admirador. Lo que pasa es que en estas últimas décadas la Política y el Poder, hermanas de sangre, se han vestido con el ropaje de la mercadotecnia. J. Edgar no dudaba en convertirse en un personaje de cómic ni en proyectarse en las grandes productoras de cine, que por otro lado eran la mayoría de ellas agentes apuntaladoras del sistema. Lo curioso de todo esto es la capacidad que tiene el Imperio para digerir sus propias miserias. Eastwood no duda en hacerse eco de la posible responsabilidad del FBI en el asesinato de Martin Luther King y en el suicidio de Marilyn Monroe después de su affaire con Kennedy. Bueno, pues se pide perdón en plan protocolario y ya está. Una vez concluida la función a seguir por la misma senda.
Aquí no nos libramos de nuestros J. Edgar particulares y la mercadotecnia campa a sus anchas. Los mensajes políticos y las campañas de distinto signos son elaborados por gabinetes de comunicación. Se crean perfiles y se inventan personajes. Se manejan encuestas y se discute sobre el diseño de las corbatas de los candidatos de turno. En definitiva, tal y como nos mostró Hoover, el Poder es el fin y para ello sirve cualquier medio, aunque el camino quede lleno de cadáveres. En medio, nos queda una ciudadanía que debe pasar de masa insulsa -paraíso de los dictaduras, ya sea en forma de iluminado como de Mercado- a parapeto de tantas iniquidades. Bueno, ahora que dicen que estamos en carnavales soñar no cuesta tanto. [Cine a Solas (1)]
Odio hacer un comentario tan feo, pero siempre que no veo algo claro en estos planos, pienso lo peor, resulta inevitable. Aghhhh. A niveles comuneros, no me parece lo correcto, aunque me equivoque. Bs.
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