Mi padre era canalero. Se ocupaba de la distribución del agua en una de las muchas galerías del norte de Tenerife. Durante cuarenta años no tuvo un solo día de descanso en su trabajo. Ni un domingo, ni Navidad, ni Año Nuevo. Todos los días durante la mayor parte de su vida mi padre se levantaba a las cinco de la mañana para poner en marcha un motor que elevaba el agua desde un estanque al nivel del mar hasta una cota superior. Luego tenía que recorrer el canal de varios kilómetros de longitud y distribuir el agua entre los muchos accionistas que demandaban puntualmente el líquido elemento para sus jardines. El dueño de la galería, un aguateniente de mucho postín, era además uno de los grandes próceres de la industria turística. Alguna que otra vez acompañé a mi padre los días que acudía al gran hotel del magnate a recoger su salario en un sobre. En más de una ocasión tenía que esperar durante horas a que el patrón se dignara a recibirlo e incluso no era raro que tuviera que volver de vacío a casa. A pesar de esto, mi padre jamás se quejó. Para él el patrón pertenecía a una casta superior. Siempre hablaba de su jefe con una mezcla de admiración y respeto. El caso es que mi padre no era ningún analfabeto. Leía compulsivamente novelas del oeste, su periódico diario (comenzando siempre por la última página) y tenía un punto de cinéfilo de salón. El aguateniente que regía su vida no era, por otra parte, una persona precisamente docta. ¿Cuál era, por tanto, la diferencia esencial entre uno y otro? Pues muy sencillo. El patrón era un individuo sumamente rico y mi padre apenas se las apañaba para vivir. Esto lo aprendí desde pequeñito.
Decía el viejo Marx, un personaje al que muchos empiezan a remitirse de nuevo dada sus exhaustiva y clarividente crítica del capitalismo, que “detrás de cada rico hay un ladrón”. Esta frase provocadora encierra una profunda evidencia. ¿Alguien cree que una persona con el mero sudor de su frente, con el fruto exclusivo de su propio trabajo, puede llegar a convertirse en rico? Este aguateniente basaba gran parte de su fortuna en el trabajo de personas como mi padre que le entregaban su vida a cambio de un salario de mala muerte. Mi padre pensaba que ese era el orden natural de las cosas. El caso es que mi esforzado progenitor se murió a los pocos meses de jubilarse. Mientras su antiguo patrón acumulaba honores y bustos públicos sus empleados pasaban de puntillas por la vida sin que nadie les mostrara el más mínimo reconocimiento por sus muchísimos años de denodados esfuerzos. Puede decirse que mi padre carecía por completo de conciencia de clase. Para él los intereses de aquellos para los que trabajaba estaban muy por encima de los suyos. Que su familia no tuviera un solo día de vacaciones o que tuviera que pluriemplearse para poder llegar a final de mes no eran motivos suficientes para elevar una sola queja.
Cualquiera podría pensar que la manera de actuar de mi padre era consecuencia de una educación y de una época concreta. Y tiene toda la razón. Pero lo que me resulta preocupante es que esta identificación del común de la ciudadanía con los intereses espurios de la casta dominante parece volver a reactivarse. En estos tiempos de demolición y derribo que nos toca vivir parece estar produciéndose una especie de Síndrome de Estocolmo colectivo. ¿Se imaginan a una persona a la que le van a echar abajo su casa jaleando y aplaudiendo a quien se acerca amenazadoramente con la piqueta?, ¿pondría usted los servicios públicos esenciales (sanidad y educación, por ejemplo) en manos de quienes no necesitan hacer uso de ellos?, ¿piensa usted que quienes viven en una burbuja de lujo y bienestar van a perder el sueño por los cinco millones de parados?, ¿que les va a temblar el pulso a la hora meter la tijera donde más les duele a las clases humildes? Algo así parece estar sucediendo en estos momentos.
Con el objetivo de neutralizar los efectos de que la gente se pare a pensar hay quien afirma que eso de las clases sociales es una historieta del pasado, que la cosa hoy es mucho más compleja que en la época de la Revolución Industrial. Y debe ser así cuando resulta que, por lo visto, personajes como Amancio Ortega, el dueño de Zara y no sé que más, a la hora de pagar impuestos no tiene donde caerse muerto o que la élite económica y mediática de este país en realidad tributa en paraísos fiscales donde se ahorran unos buenos pellizcos. En realidad sí que existen las clases: la de los tontos y la de los listos.
La de los ávidos y la de los conformistas. Beso.
ResponderEliminarMuy bonito homenaje...en el mensaje que engloba y que subyace, muy de acuerdo también. Veo que pesar de múltiples ocupaciones, este blog se mantiene igual de activo, ¡enhorabuena!
ResponderEliminarEres un sentimental. Muy elegante la manera de decir lo que pretendes. ¡enhorabuena!
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