Seguramente, cuando este artículo se publique las protestas ciudadanas que han ocupado la Puerta del Sol en Madrid y otros muchos lugares de España hayan concluido y su eco se haya disipado en el día a día informativo. Pero ¿qué ha pasado?, ¿ha tenido esto alguna trascendencia?, ¿quedará algo de lo que se llamó la “Spanish Revolution”?, ¿habrá un antes y un después? A uno le gustaría creer que sí. Que semejante estallido de indignación, seguido de una reacción ciudadana espontánea, reivindicativa, fresca y creativa no ha sido en balde.
Por una vez España pareció liderar algo a nivel mundial que no fuera los indices de paro, corrupción o fracaso escolar. Ya sabemos que una parte importante de la ciudadanía no se conforma con este estado de cosas ni juega a la resignación facilona. Hoy sabemos también que sí hay alternativa a este sistema. Y que la alternativa pasa por más democracia. No se puede dejar las decisiones importantes en manos exclusivamente de los mercados, al albur de personas que nadie conoce, que se representan a sí mismos y que les trae al pairo el interés general. Del “no se puede hacer nada” hemos pasado al “¡democracia real ya!”. Cuando a la gente le da por pensar las consecuencias son imprevisibles. Eso es lo que algunos llevan temiendo desde tiempo inmemorial y sus angustias se hicieron realidad. Se ha abierto una brecha en este gran sistema de despiste y distracción organizado para que nadie se plantee sus verdaderos problemas. El papel que nos adjudicó (y nos sigue adjudicando) este estado de cosas era el de meros consumidores, incluyendo el de votantes de opciones políticas que se presentan como meras marcas de consumo. Esto tuvo como consecuencia una paulatina pérdida de calidad democrática que se convirtió en el paisaje idóneo para la voladura controlada del Estado de Bienestar y de todo lo que oliera a derechos sociales. El espectáculo obsceno de la corrupción, de las componendas de los políticos profesionales, de la escandalosa sintonía entre el poder financiero y la oligarquía política (con el refrendo muchas veces de las urnas) supuso una reacción, no por previsible, menos sorprendente. Bastó que alguien prendiera la mecha, un joven de 94 años, Stéphane Hessel, por ejemplo, al grito de “indignaos”, o un par de aventureros convocando una manifestación a través de las redes sociales, para que todo el desencanto y la frustración acumulada durante años se desatara en un torrente de alcance y consecuencias imprevisibles. De hecho, la dimensión que llegó a tomar la cosa desconcertó a unos y a otros. ¡Olé! ¡Es la “Spanish Revolution”!
Los cambios tienen que ser también a nivel global. Esto supone una cierta inversión de aquel exitoso lema ecologista: “actúa local piensa global”. Ahora hay que pensar y actuar también a gran escala. Es lo propio de un mundo globalizado. La rápida respuesta de muchos ciudadanos en otros puntos del planeta y las repercusiones de las revoluciones democráticas en el mundo árabe ponen de manifiesto que los vasos comunicantes que se han ido tejiendo a lo largo de estos años no solo sirven para que los bonos basura norteamericanos contagien a las economías del resto del mundo sino para que la gente se entere además de que no hay democracia real sin democracia económica.
¡Se acabó la cultura del pelotazo! ¡Bienvenida la cultura de la toma de la plaza! No queda más remedio que plantearse nuevos modos de actuación. La Spanish Revolution es pacífica, festiva, asamblearia, autogestionada, espontánea y, sobre todo, muy reivindicativa. Es también un ¡basta ya! a que las consecuencias de esta estafa global en forma de crisis la paguen los de siempre, los trabajadores y la gente humilde. Alguien tenía que decirle al mundo que esto no puede seguir así. Tal y como repite una y otra vez José Luis Sampedro este sistema está enfermo. Más bien en situación agonizante. Y es que un modelo económico-social que condena a la bancarrota a Estados enteros, que deja fuera de juego a una generación completa de jóvenes y que al mismo tiempo hace ganar fortunas a la reducida élite de siempre debe sufrir al menos de algún tipo de demencia terminal. Puede que todo esto haya pasado a mejor vida o que los últimos rescoldo de esta movida se vayan apagando conforme llega la pretemporada futbolística. Pero el eco de lo que un día pasó en muchas plazas de España, sin que ningún sesudo analista de tendencias sociológicas lo haya llegado a vaticinar, quedará en la memoria de muchos. Sobre todo en la mente de quienes manejan los hilos de este entramado. Saben que esta explosión de indignación ciudadana puede volver a repetirse. Espero que la Spanish Revolution pase a ser, al menos, el sinónimo del despertar de la conciencia ciudadana cuando todo parece perdido.
Por una vez España pareció liderar algo a nivel mundial que no fuera los indices de paro, corrupción o fracaso escolar. Ya sabemos que una parte importante de la ciudadanía no se conforma con este estado de cosas ni juega a la resignación facilona. Hoy sabemos también que sí hay alternativa a este sistema. Y que la alternativa pasa por más democracia. No se puede dejar las decisiones importantes en manos exclusivamente de los mercados, al albur de personas que nadie conoce, que se representan a sí mismos y que les trae al pairo el interés general. Del “no se puede hacer nada” hemos pasado al “¡democracia real ya!”. Cuando a la gente le da por pensar las consecuencias son imprevisibles. Eso es lo que algunos llevan temiendo desde tiempo inmemorial y sus angustias se hicieron realidad. Se ha abierto una brecha en este gran sistema de despiste y distracción organizado para que nadie se plantee sus verdaderos problemas. El papel que nos adjudicó (y nos sigue adjudicando) este estado de cosas era el de meros consumidores, incluyendo el de votantes de opciones políticas que se presentan como meras marcas de consumo. Esto tuvo como consecuencia una paulatina pérdida de calidad democrática que se convirtió en el paisaje idóneo para la voladura controlada del Estado de Bienestar y de todo lo que oliera a derechos sociales. El espectáculo obsceno de la corrupción, de las componendas de los políticos profesionales, de la escandalosa sintonía entre el poder financiero y la oligarquía política (con el refrendo muchas veces de las urnas) supuso una reacción, no por previsible, menos sorprendente. Bastó que alguien prendiera la mecha, un joven de 94 años, Stéphane Hessel, por ejemplo, al grito de “indignaos”, o un par de aventureros convocando una manifestación a través de las redes sociales, para que todo el desencanto y la frustración acumulada durante años se desatara en un torrente de alcance y consecuencias imprevisibles. De hecho, la dimensión que llegó a tomar la cosa desconcertó a unos y a otros. ¡Olé! ¡Es la “Spanish Revolution”!
Los cambios tienen que ser también a nivel global. Esto supone una cierta inversión de aquel exitoso lema ecologista: “actúa local piensa global”. Ahora hay que pensar y actuar también a gran escala. Es lo propio de un mundo globalizado. La rápida respuesta de muchos ciudadanos en otros puntos del planeta y las repercusiones de las revoluciones democráticas en el mundo árabe ponen de manifiesto que los vasos comunicantes que se han ido tejiendo a lo largo de estos años no solo sirven para que los bonos basura norteamericanos contagien a las economías del resto del mundo sino para que la gente se entere además de que no hay democracia real sin democracia económica.
¡Se acabó la cultura del pelotazo! ¡Bienvenida la cultura de la toma de la plaza! No queda más remedio que plantearse nuevos modos de actuación. La Spanish Revolution es pacífica, festiva, asamblearia, autogestionada, espontánea y, sobre todo, muy reivindicativa. Es también un ¡basta ya! a que las consecuencias de esta estafa global en forma de crisis la paguen los de siempre, los trabajadores y la gente humilde. Alguien tenía que decirle al mundo que esto no puede seguir así. Tal y como repite una y otra vez José Luis Sampedro este sistema está enfermo. Más bien en situación agonizante. Y es que un modelo económico-social que condena a la bancarrota a Estados enteros, que deja fuera de juego a una generación completa de jóvenes y que al mismo tiempo hace ganar fortunas a la reducida élite de siempre debe sufrir al menos de algún tipo de demencia terminal. Puede que todo esto haya pasado a mejor vida o que los últimos rescoldo de esta movida se vayan apagando conforme llega la pretemporada futbolística. Pero el eco de lo que un día pasó en muchas plazas de España, sin que ningún sesudo analista de tendencias sociológicas lo haya llegado a vaticinar, quedará en la memoria de muchos. Sobre todo en la mente de quienes manejan los hilos de este entramado. Saben que esta explosión de indignación ciudadana puede volver a repetirse. Espero que la Spanish Revolution pase a ser, al menos, el sinónimo del despertar de la conciencia ciudadana cuando todo parece perdido.
las manifestaciones pacificas en donde parece que la gente se moviliza por un interes comun. Esconden detras los intereses individuales de cada persona. Eso de "sensudo analista de tendencia sociologica...." sobra. Los sociolog@s tienen más deseos de una revolucion de lo que puede tener un economista, ingeniero o profesores protegidos por un contrato brindado.
ResponderEliminarQuizás el problema pueda ser que existe demasiada hipocrecía. Muchas personas hablan de cambio social y al mismo tiempo son los primeros en aplicar un etnocentrismo de clase.
saludos
UN HONOR EL PASAR`POR TU BLOG. DESDE JAEN UN ABRAZO
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