Por un motivo u otro nunca había tenido la oportunidad de asistir a un musical en plan superproducción y esas cosas. En el reciente viaje a Madrid con un grupo de alumnos de bachillerato pude por fin disfrutar de uno de los grandes: Los Miserables. No es cuestión de hablar aquí de lo que representa este musical en la historia del género, de sus 26 años en escena desde su estreno en París, del guión basado en el maravilloso libro de Victor Hugo o de la magnífica partitura de Claude-Michel Schönberg... Aunque vimos el musical desde el segundo anfiteatro (también conocido como “el gallinero”) pudimos disfrutar del frenético movimiento de decorados, de la arrebatadora escenografía y el trabajo entusiasta de los actores / cantantes. Lamentablemente, esta posición alejada y casi cenital tiene como inconveniente que apenas se pueda captar la expresividad dramática del reparto. El programa de lujo nos muestra una cuidada puesta en escena y un trabajo detallista y, porqué no decirlo, efectista. Durante las casi tres horas de función el espectador no tiene un solo instante para el decaimiento. Mención especial requiere el trabajo orquestal: habría dado cualquier cosa por tener una visión paralela del foso donde los músicos redoblaban el esfuerzo. Algunos parlatos y solos me remitieron inevitablemente al otro musical con mayúsculas, Jesucristo Superstar. Desconozco las posibles concomitancias musicales entre Schönberg y Andrew Lloyd Weber, pero algunos números de amor de Los Miserables guardaban un cierto aire de familia con la opera rock a lo hippie que tan maravillosamente interpretara en la versión española Camilo Sexto y Angela Carrasco, cosa que un espectador como yo agradece infinitamente, por otra parte. Salvando las distancias, una producción como Los Miserables, en la que aspectos técnicos como la iluminación, el sonido o el diseño de vestuario son tan importantes como el aspecto puramente artístico (ambos en esta ocasión del máximo nivel), remiten al ideal wagneriano del “arte total”. Es, precisamente, esta vocación de grandeza y deslumbramiento la que provoca al final un sentimiento de exaltación espiritual (perdón por la cursilería). Además, el trasfondo social y revolucionario de la obra, con bandera roja al viento incluida, estimulan sobradamente a los amantes de las epopeyas políticas como este humilde bloguero. ¡Menos mal que no sonó algún pasaje de La Marsellesa! Algunos habríamos terminado, acto seguido, montando una barricada en La Gran Vía. En definitiva: no queda más remedio que unirse a la legión de admiradores de este musical que, como muy bien reza en la publicidad, es toda una leyenda.
¡Y qué contento sale uno tras la representación! Beso.
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