miércoles, 11 de noviembre de 2009

El Impertinente (9) Usos y abusos de la identidad

Continuamente nos piden que nos definamos. O somos de aquí o de allá, blanco o negro, del Barsa o del Real Madrid, canario o español... Nos impelen a una identidad simple, reconocible, controlable... Hay que ponerse una etiqueta con el fin de poder ser computables en términos de intención de voto, número de socios (reales o potenciales), militantes o simpatizantes de esto o aquello. Hay que sacar la bandera a pasear, gritar las excelencias del equipo, el partido o el pueblo que me vio nacer. Y hay que hacerlo, si es posible, contra aquellos que sacan otra bandera, los del equipo contrario o los del pueblo de al lado (que es más feo que el mío). Contra los equivocados, contra los que nos oprimen (aunque no se tenga claro en qué nos oprimen), contra los malos de la película, en definitiva. Si quieres mantener unida a la peña no hay nada mejor que inventarse un enemigo.
Hay una vuelta a la microidentidad, al provincianismo, diría alguno. Para el sociólogo francés Michel Maffesoli se trata de un nuevo “tiempo de las tribus”, de la vuelta al pequeño grupo, del fin del viejo sueño cosmopolita. Los nacionalismos son la expresión más reciente (en términos políticos) de este proceso. Las nuevas y emergentes élites locales reclaman su parte del pastel. El problema es que apelar a la identidad es algo verdaderamente peligroso porque reduce la política al ámbito de las emociones y los sentimientos. Quienes juegan a esto no dudan en reinventar los hechos desde la pura conveniencia. Configuran un “nosotros” despojado y ultrajado a manos de un “ellos” culpables de todos los males. Necesitan de una identidad en oposición a otras. Recalan en el victimismo, en la afrenta permanente, en la cínica moral de los agraviados. Inventan sin recato un pasado feliz en el que ese “nosotros” vivía con total plenitud hasta la maldita llegada de los “otros”. Prometen un nuevo paraíso en la tierra una vez que desaparezca todo aquello que impide que la propia identidad (la única, la verdadera, la mejor) se imponga a cualquier otra. Ni qué decir tiene que de aquí al fascismo hay un paso. Es por esto que me parece fundamental, en los tiempos que corren, alertar de esta tendencia que algunos consideran natural.
En este mundo globalizado sería más propio evolucionar hacia identidades mestizas, amplias, abiertas. Sabemos que hoy en día los grandes problemas son globales (cambio climático, pobreza, guerras…) y requieren también soluciones globales. Estamos interconectados en tiempo real con cualquier parte del planeta. Participamos de estructuras políticas y económicas que han supuesto un indudable avance (pese a sus múltiples limitaciones) y han contribuido a un mejor entendimiento entre los Estados: Unión Europea, UNESCO, OMS, ONU, etc. Y, sin embargo, se percibe un preocupante repliegue a lo particular, a lo diferencial, verdaderamente empobrecedor.
La diversidad cultural, lingüística y étnica es un patrimonio de toda la humanidad que hay que preservar. Hay que luchar, desde luego, contra la uniformización cultural que imponen sobre todo los medios de comunicación. Pero de esto a pensar que la cultura, la lengua o la etnia son el sujeto político natural hay un enorme trecho. Recordemos que había quien hablaba del RH de un pueblo como el hecho sustancial que justificaba su lucha por la independencia. Puede entenderse, sin ningún problema, que una colectividad proponga que la independencia política es una vía de mejora de su calidad de vida, de optimización de sus recursos o de mayor eficacia administrativa. Sobre esto cabe una discusión racional (espacio ideal de la política). Pero sustentar esa aspiración en el acento, la boina o la manta esperancera lleva la cuestión a las arenas movedizas de lo identitario. Y esto lo que genera al final es exclusión, conflicto y, por último, violencia. Frente a tantos cantos de sirena que nos halagan los oídos lo mejor es acudir a la Historia con mayúscula y no tropezar una y mil veces en la misma piedra. Sobre todo, porque siempre será más lo que nos une que lo que nos separa.

3 comentarios:

  1. No podría estar más de acuerdo, sr. Marrero

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  2. ¡Excelente artículo! Plenamente de acuerdo. Siempre he pensado que una sociedad es tanto más democrática cuanto menos mitos y símbolos necesite (es decir, cuanto menos necesite incidir en su "identidad").
    Un cordial saludo, Rosa Sala Rose

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  3. Me alegra ver que coincidimos en un tema tan "resbaladizo". Muchas gracias.

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