domingo, 15 de abril de 2012

Cacería real

Cuando el presidente de la III República Española tome posesión de su cargo la primera medida que debiera adoptar es condecorar a Juan Carlos I por sus impagables servicios en pro de la causa republicana. No deja de ser una auténtica chota, por ser suaves, oiga, que en la víspera del Día de la República el monarca tenga otro de sus soberanos tropezones y nos los descubramos cazando elefantes en un país de África del Sur. El servicio de propaganda de una supuesta república clandestina no lo podía hacer mejor. Esto de las cacerías es algo muy de reyes y aristócratas. Sobre todo de caza mayor, que las perdices y demás aves finas es algo más de infantes y damiselas. Por mucha monarquía constitucional y parlamentaria, por mucha cosa moderna y europea, la cabra siempre tira al monte y el monarca, rifle en mano, al elefante. Nuestro soberano, al igual que el rajá de La carga de la caballería ligera que cazaba tigres de bengala como si fueran felinos de peluche, es más de la cosa exótica y aparatosa: elefantes como mínimo. Ajeno, eso sí, al hecho de que en nuestro tiempo hasta en las peluquerías de barrio existe el consenso de que ir cazando elefantitos es una cosa muy fea y que puestos a dar ejemplo en esta época de “ajustes y recortes” mejor podría emplear sus numerosas horas de ocio en ir a pegar tiros a un puesto de feria. Y es que la monarquía es, esencialmente, una cosa anacrónica, un residuo del pasado, con todos sus tics heredados. A pesar de los denodados esfuerzos del gabinete de comunicación, de los asesores de imagen y esas cosas, por hacer de los monarcas, príncipes y demás allegados gente cercana y sensible a los desasosiegos del pueblo resulta al final imposible que esta gente viva en el mundo real (que no en el de la realeza). Supongo que lo más que se espera de ellos, o a donde ellos están dispuestos a llegar, es que traten de ser mínimamente convincentes a la hora de interpretar el discurso de turno elaborado por el lacayo de guardia. Alguien dirá que eso es también propio de muchos políticos de diverso signo (y no le falta razón). Pero, al menos, al político cabestro siempre podemos ponerlo de patitas en la calle, si su propio partido/empresa no lo arropa suficientemente y no tiene la pasta necesaria para una buena operación de lavado de imagen. Con los reyes, ya se sabe, sale uno y entra otro en rigurosa aplicación del escalafón. Pero como en nuestra época postmoderna las cosas se deciden a golpe de opinión pública y las revistas del corazón crean más tendencias que los editoriales de la escasa y sesuda prensa escrita ahora resultará que nuestro rey, en realidad, estaba ayudando a abatir a elefantes enfermos y moribundos destinados a servir como carne enlatada para niños pobres de una aldea remota de Botsuana (o algo así, que uno, como asesor de imagen es francamente pésimo). Mientras el jefe de la Casa Real se afana en enmendar el desaguisado el resto de la inmisericorde ciudadanía puede reírse un buen rato con las gracietas de los Borbones (con permiso del Partido Animalista).

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