martes, 1 de diciembre de 2009

Cine a Solas (7) Herencia del viento

Como profesor suelo recomendar a mi alumnado libros, música, películas... sobre todo aquellas que no suelen estar a merced de la dictadura de lo efímero. Pero cuando una de estas recomendaciones viene de una alumna mi entusiasmo se redobla. En efecto, hace unas semanas, en plena clase, dentro de la ya clásica polémica creacionismo versus evolucionismo, una de mis alumnas me recomendó la película “Herencia del viento” (1960). He de confesar que no había oído ni hablar de ella. Y dado que esta alumna es una fuente de todo crédito me apresté a comprarla por internet (debo ser de los pocos incautos que aún prefiere comprar originales que descargarse esto o aquello). Una vez recibida la película no tardé en disfrutarla. Porque, efectivamente, es una película para gozar durante dos horas.
El argumento es relativamente simple: en un pueblo ultracristiano, de la (suponemos) “américa profunda”, un profesor de instituto es acusado de violar una ley de su Estado que prohibe enseñar las tesis evolucionistas. En el posterior juicio es defendido por un adalid de los derechos civiles (Spencer Tracy) frente a un integrista cristianos (Fredich March). Por cierto, como suele decirse en estos casos, asistimos a un tremendo duelo interpretativo entre estos dos actores. El contrapunto lo pone un periodista cínico con un toque nihilista (Gene Kelly -del que, por cierto, soy un fan de sus grandes películas musicales de los años 40) que hace profesión de fe de su ateísmo militante.
El director, Stanley Kramer, con fama de liberal, reprodujo el modelo de Herencia del viento, en una de sus películas posteriores de más renombre, “Vencedores o vencidos” (1961). Ambas pertenecen a ese género tan americano de los grandes dramas judiciales. Esos que nos han transmitido una idea de la justicia como un espectáculo lleno de efectos y giros imprevistos y que tan poco tiene que ver con el sistema judicial español.
En la pugna entre el defensor del derecho del profesor a impartir una teoría científica y el que proclama que la Biblia es la única fuente de verdad se resume esta larga historia de la lucha entre la razón y el fanatismo. En esto entronca con mi último comentario en esta sección, “Cine a solas”, en la que hablaba de Ágora, la última película de Alejandro Amenábar. En los últimos siglos hemos progresado algo: a diferencia de la época de Hipatia o en los tiempos de la Inquisición ya no se masacra o se asa al grill al hereje, ahora se le pone una multa o se le somete al escarnio público por parte de los defensores de la fe revelada. Al igual que en “El nombre de la rosa” (1986), la magnífica adaptación de la novela de Umberto Eco, se deslizan algunos comentarios que ilustran la tradicional oposición entre fe y razón. “El camino de la ciencia es el camino de las tinieblas” proclama el fiscal, del mismo modo que el abad Jorge en la película de Jean Jacques Anaud sentencia que investigar es una herejía puesto que supone ir más allá de lo que la Biblia sostiene. La gracia de este asunto es que, como todo el mundo sabe, esta polémica sigue siendo de total actualidad y no son pocas las escuelas norteamericanas que pretenden equiparar el creacionismo con la Teoría de la Evolución, obligando a que ambas se impartan en un régimen de igualdad y en el que, al final, el alumno debe eligir como si se tratara del juego del pito-pito-colorito. Como ya llevamos algunos años de incontestable pruebas científicas, los creacionistas han abandonado las interpretaciones literales del génesis y ahora se han reconvertido en seguidores de la Teoría del Diseño Inteligente (más de lo mismo pero en versión sofisticada). Así que “la batalla de Dios” (tal y como proclama el pastor del pueblo) sigue en pie protagonizada por nuevas generaciones de cruzados. Ojo avizor, eso sí, no sea que en un plis plas nos veamos en la misma tesitura en nuestras escuelas.
De todos modos, y como una concesión al americano medio, la película al final contemporiza un poco. El abogado defensor, el magnífico Spencer Tracy, le da un cierto repaso al periodista ateo, que se maneja como un personaje carente de toda compasión. Al final de lo que se trata es de la libertad de expresión, de pensamiento y de la idea de progreso (que no es poco). Si no fuera porque es una película en blanco negro, de 1960 y donde la mayoría de la trama transcurre en una sala judicial y se basa en un constante duelo dialéctico entre los protagonistas (osea que posee todos los ingredientes para que el alumnado salga corriendo) la convertiría en una cita obligada para todos mis sufridos alumnos.

1 comentario:

  1. ¡Hola Damián!
    Me alegro mucho de que te haya gustado la película. Fina me había hablado de ella hace unos meses y se me vino de inmediato a la mente en aquella clase.
    Lo cierto es que nunca me atrevo a recomendar nada a nadie por miedo a hacer perder el tiempo, pero veo que no ha sido así en este caso.
    Gracias por incluir tu interpretación en cuanto al final.
    ¡Nos vemos!

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