Acabo de terminar “Mal de escuela” de Daniel Pennac (Mondadori 2009), una inmersión apasionada en el pequeño/gran universo de la docencia. Pennac es un consagrado escritor francés que en “Mal de Escuela” se autodefine como un alumno zoquete destinado al más clamoroso fracaso. Escribe Pennac: “Los profesores que me salvaron –y que hicieron de mí un profesor- no estaban formados para hacerlo. No se preocuparon del origen de mi incapacidad escolar. No perdieron el tiempo buscando sus causas ni tampoco sermoneándome. Eran adultos enfrentados a adolescentes en peligro. Se dijeron que era urgente. Se zambulleron. No lograron atraparme. Se zambulleron de nuevo, día tras día, más y más… y acabaron sacándome de allí. Y a muchos otros conmigo. Literalmente nos repescaron. Le debemos la vida”. Este texto de Pennac nos reconcilia con la profesión. A veces uno tiene un complejo de notario, es decir, de alguien que “certifica” que este u otro alumno tiene esta u otra capacidad, que ha obtenido esta calificación o muestra tal comportamiento. Pero apenas hay margen para el cambio, la transformación, la mejora. Es en esto casos cuando la escuela vuelve a sus esencias.
No puede decirse que haya sido un alumno “zoquete”, tal y como lo define Pennac. Al contrario, siempre fui lo que los profesores denominan “un buen alumno”, aunque con tremendas carencias en matemáticas que se proyectaron luego en materias como Física y Química. De todos modos, era un típico especimen de letras: buen lector desde pequeño, con notable capacidad para la expresión verbal y escrita, apasionado de la historia y de una buena discusión pseudointelectual (entre otras cosas). Es curioso y lamentable comprobar cómo hoy en día el bachillerato de letras ha quedado reducido a un bachillerato de descarte o de segundo nivel. Qué pena.
La escuela era toda mi vida. Estudié en el mismo centro desde los 4 a los 17 años, de tal forma que algunos profesores, sobre todo aquellos que te daban clase año tras año, se convertían en algo así como padres y madres con todos los derechos. Mis amigos eran todos del colegio. Para mí el verano era un fastidio puesto que todo lo interesante ocurría en los nueve meses de clases. La profesora que me dio clases de Lengua y Literatura durante varios años era una mujer metódica y formal. Tenía la habilidad de hacernos pensar sobre el lenguaje. Ponía una frase en la pizarra y nos pegábamos una hora dándole mil vueltas sin que decayera nunca el interés. Seleccionaba un texto y las interpretaciones del mismo daban lugar a un apasionado debate hermenéutico. La profesora de Historia era meridianamente clara en sus exposiciones y planteamientos, pulcra y meticulosa no dejaba escapar nada y terminaba por inculcarte esa pasión por el detalle. La profe de Ética y Filosofía, sin embargo, era todo lo contrario. Era un producto del mayo del 68 y su visión de la escuela estaba en la línea de una auténtica comuna. Era una mujer que, en su actitud completamente transgresora, no dejaba indiferente a nadie. O se la odiaba o se la quería sin límites. Yo oscilaba entre los dos extremos. Pero un común denominador a estos y otros profesores es que para todos ellos sus alumnos eran personas con nombres y apellidos, conocían sus capacidades y limitaciones, sus necesidades y sus potencialidades. Hoy en día la gran mayoría de estas profesoras están ya jubiladas. Con los años, al igual que le ocurrió a Pennac, me he dado cuenta de que mi forma de ser profesor es una curiosa combinación de todos ellos. Al final, ¡cuánto le debemos a la escuela!
No puede decirse que haya sido un alumno “zoquete”, tal y como lo define Pennac. Al contrario, siempre fui lo que los profesores denominan “un buen alumno”, aunque con tremendas carencias en matemáticas que se proyectaron luego en materias como Física y Química. De todos modos, era un típico especimen de letras: buen lector desde pequeño, con notable capacidad para la expresión verbal y escrita, apasionado de la historia y de una buena discusión pseudointelectual (entre otras cosas). Es curioso y lamentable comprobar cómo hoy en día el bachillerato de letras ha quedado reducido a un bachillerato de descarte o de segundo nivel. Qué pena.
La escuela era toda mi vida. Estudié en el mismo centro desde los 4 a los 17 años, de tal forma que algunos profesores, sobre todo aquellos que te daban clase año tras año, se convertían en algo así como padres y madres con todos los derechos. Mis amigos eran todos del colegio. Para mí el verano era un fastidio puesto que todo lo interesante ocurría en los nueve meses de clases. La profesora que me dio clases de Lengua y Literatura durante varios años era una mujer metódica y formal. Tenía la habilidad de hacernos pensar sobre el lenguaje. Ponía una frase en la pizarra y nos pegábamos una hora dándole mil vueltas sin que decayera nunca el interés. Seleccionaba un texto y las interpretaciones del mismo daban lugar a un apasionado debate hermenéutico. La profesora de Historia era meridianamente clara en sus exposiciones y planteamientos, pulcra y meticulosa no dejaba escapar nada y terminaba por inculcarte esa pasión por el detalle. La profe de Ética y Filosofía, sin embargo, era todo lo contrario. Era un producto del mayo del 68 y su visión de la escuela estaba en la línea de una auténtica comuna. Era una mujer que, en su actitud completamente transgresora, no dejaba indiferente a nadie. O se la odiaba o se la quería sin límites. Yo oscilaba entre los dos extremos. Pero un común denominador a estos y otros profesores es que para todos ellos sus alumnos eran personas con nombres y apellidos, conocían sus capacidades y limitaciones, sus necesidades y sus potencialidades. Hoy en día la gran mayoría de estas profesoras están ya jubiladas. Con los años, al igual que le ocurrió a Pennac, me he dado cuenta de que mi forma de ser profesor es una curiosa combinación de todos ellos. Al final, ¡cuánto le debemos a la escuela!
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