Mi alumnado sabe que uno de mis retos es promocionar la lectura del ensayo, de la divulgación de los distintos ámbitos del saber y no sólo de la Filosofía. Como lectores potenciales y autónomos de este género irían más que servidos. Ahora bien, uno es consciente de que no es una tarea fácil. En principio todo está en contra. Si ya es difícil promocionar la literatura cuánto más no va serlo un género que requiere, quizás, de un poco más (pero sólo un poco) de esfuerzo y en ocasiones de un lápiz en la mano. Los que pensamos que los beneficios y gratificaciones de toda índole que proporciona multiplica con creces el pequeño esfuerzo invertido tenemos el reto de convencer a quienes tienen por toda lógica el par “divertido/aburrido”.
Actualmente la divulgación en general goza de la mayor consideración. Ha quedado claro que tan importante como la investigación es la socialización del conocimiento. Sobre todo cuando esas líneas de investigación han sido posible con financiación pública. En otros tiempos se pensaba que lo verdaderamente serio era el lenguaje cerrado, críptico, sólo a disposición de cenáculos exclusivos e hiperespecializados. Y aunque ese nivel de investigación sigue siendo imprescindible para el progreso, sobre todo, del universo científico-técnico, no es menos cierto que su “traducción” para el gran público resulta cada vez más perentoria. Un ejemplo de esto es Stephen Hawking, quien encaró el reto de escribir un libro sobre los secretos de la cosmología sin emplear una sola ecuación, pues calculaba que una sola de ella disuadiría a la mitad de los lectores potenciales. Fruto de esta iniciativa fue la celebérrima “Historia del Tiempo” (1988), y alguna secuela posterior, que se convirtió en un superventas y popularizó los agujeros negros y los avatares de la “flecha del tiempo”. En cierto sentido, el enorme presupuesto que consume la investigación astrofísica y la exploración espacial se sostiene en la fascinación e interés que suscita en el conjunto de la ciudadanía (al menos en algunos países, claro). ¿Para quién va dirigido, en principio, este tipo de libros? Podríamos decir que para alguien con estudios medios, es decir, el grueso actual de la población. Por supuesto que esta consideración habría que acompañarla de otra no menos importante: el escaso índice de lectura en países como España que, por cierto, no se corresponde con su enorme producción editorial.
Quizás haya sido Isaac Asimov, en el pasado siglo XX, quien más popularizó la divulgación científica (aunque también se dedicó con enorme éxito a la Historia y la Ciencia Ficción). Su producción, estimada en más de 500 obras, hizo pensar a más de uno que en realidad debía tener a un equipo de incansables investigadores trabajando para él. Aún hoy muchas de sus obras son imprescindibles para dar los primeros pasos en este ámbito. Otro referente fue el astrónomo Carl Sagan, conocidísimo por su serie de TV “Cosmos” que en los años 80 batió record de audiencia. Muchos recordamos aquella inquietante frase suya: “somos el medio para que el Cosmos se conozca a sí mismo”. Pero también fue un pionero en la exobiología (búsqueda de vida extraterrestre) en una época en lo que esto era casi un anatema. En España quizás los más populares sean en la actualidad Eduardo Punset, José Manuel Sánchez Ron y el grupo de investigadores reunidos en torno a Atapuerca y su inacabable fuente de sorpresas.
Es imposible hacer un recorrido exhaustivo por el campo de la divulgación científica así que ahora permítanme hacer una breve parada con la Filosofía. Igualmente esta “vieja señora” ha descubierto la necesidad de acercarse al común de los mortales (con permiso de Heidegger). Ya decía Ortega que “la claridad es la cortesía del filósofo”, así que por esta senda han transitado con enorme fortuna mi admirado Fernando Savater, José Antonio Marina o Javier Sábada. Llama la atención en un país de tan poca pasión por el pensamiento el éxito de estos y otros autores. Todos conocemos al noruego Jostein Gaarder y su famoso “El mundo de Sofía”, traducido a no sé cuantas lenguas y que le proporcionó un retiro dorado de sus clases de Filosofía en un instituto de Oslo. Particularmente soy un seguidor del francés Michael Onfray quien a una edad relativamente joven para estas lides ya tiene una obra amplia, polémica y popular. Calificar a un autor de “divulgador” no significa desproveerlo de una voz propia, reducirlo al mero papel de traductor de obras ajenas. Todos estos autores suelen tener un propósito personal en su producción, muchas veces relacionado con una suerte de pedagogía social, a la manera de ilustrados de nuestro tiempo. Quizás esto los haga extraordinariamente valiosos, al margen de que comulguemos o no con sus intenciones particulares, puesto que en los tiempos que corren luchar contra el avance de la estupidez es un imperativo inaplazable.
Así que se supone que el alumnado de bachillerato, una vez concluido sus estudios, “debería” tener la competencia suficiente para convertirse en un potencial lector de ensayo a nivel divulgativo, ser capaz de abrir la ventana a ese mundo fascinante del conocimiento que nos espera ahí fuera. Pero ¿ocurre realmente?
Actualmente la divulgación en general goza de la mayor consideración. Ha quedado claro que tan importante como la investigación es la socialización del conocimiento. Sobre todo cuando esas líneas de investigación han sido posible con financiación pública. En otros tiempos se pensaba que lo verdaderamente serio era el lenguaje cerrado, críptico, sólo a disposición de cenáculos exclusivos e hiperespecializados. Y aunque ese nivel de investigación sigue siendo imprescindible para el progreso, sobre todo, del universo científico-técnico, no es menos cierto que su “traducción” para el gran público resulta cada vez más perentoria. Un ejemplo de esto es Stephen Hawking, quien encaró el reto de escribir un libro sobre los secretos de la cosmología sin emplear una sola ecuación, pues calculaba que una sola de ella disuadiría a la mitad de los lectores potenciales. Fruto de esta iniciativa fue la celebérrima “Historia del Tiempo” (1988), y alguna secuela posterior, que se convirtió en un superventas y popularizó los agujeros negros y los avatares de la “flecha del tiempo”. En cierto sentido, el enorme presupuesto que consume la investigación astrofísica y la exploración espacial se sostiene en la fascinación e interés que suscita en el conjunto de la ciudadanía (al menos en algunos países, claro). ¿Para quién va dirigido, en principio, este tipo de libros? Podríamos decir que para alguien con estudios medios, es decir, el grueso actual de la población. Por supuesto que esta consideración habría que acompañarla de otra no menos importante: el escaso índice de lectura en países como España que, por cierto, no se corresponde con su enorme producción editorial.
Quizás haya sido Isaac Asimov, en el pasado siglo XX, quien más popularizó la divulgación científica (aunque también se dedicó con enorme éxito a la Historia y la Ciencia Ficción). Su producción, estimada en más de 500 obras, hizo pensar a más de uno que en realidad debía tener a un equipo de incansables investigadores trabajando para él. Aún hoy muchas de sus obras son imprescindibles para dar los primeros pasos en este ámbito. Otro referente fue el astrónomo Carl Sagan, conocidísimo por su serie de TV “Cosmos” que en los años 80 batió record de audiencia. Muchos recordamos aquella inquietante frase suya: “somos el medio para que el Cosmos se conozca a sí mismo”. Pero también fue un pionero en la exobiología (búsqueda de vida extraterrestre) en una época en lo que esto era casi un anatema. En España quizás los más populares sean en la actualidad Eduardo Punset, José Manuel Sánchez Ron y el grupo de investigadores reunidos en torno a Atapuerca y su inacabable fuente de sorpresas.
Es imposible hacer un recorrido exhaustivo por el campo de la divulgación científica así que ahora permítanme hacer una breve parada con la Filosofía. Igualmente esta “vieja señora” ha descubierto la necesidad de acercarse al común de los mortales (con permiso de Heidegger). Ya decía Ortega que “la claridad es la cortesía del filósofo”, así que por esta senda han transitado con enorme fortuna mi admirado Fernando Savater, José Antonio Marina o Javier Sábada. Llama la atención en un país de tan poca pasión por el pensamiento el éxito de estos y otros autores. Todos conocemos al noruego Jostein Gaarder y su famoso “El mundo de Sofía”, traducido a no sé cuantas lenguas y que le proporcionó un retiro dorado de sus clases de Filosofía en un instituto de Oslo. Particularmente soy un seguidor del francés Michael Onfray quien a una edad relativamente joven para estas lides ya tiene una obra amplia, polémica y popular. Calificar a un autor de “divulgador” no significa desproveerlo de una voz propia, reducirlo al mero papel de traductor de obras ajenas. Todos estos autores suelen tener un propósito personal en su producción, muchas veces relacionado con una suerte de pedagogía social, a la manera de ilustrados de nuestro tiempo. Quizás esto los haga extraordinariamente valiosos, al margen de que comulguemos o no con sus intenciones particulares, puesto que en los tiempos que corren luchar contra el avance de la estupidez es un imperativo inaplazable.
Así que se supone que el alumnado de bachillerato, una vez concluido sus estudios, “debería” tener la competencia suficiente para convertirse en un potencial lector de ensayo a nivel divulgativo, ser capaz de abrir la ventana a ese mundo fascinante del conocimiento que nos espera ahí fuera. Pero ¿ocurre realmente?
¡Excelente reflexión, que comparto plenamente! Quien se ha movido algo por el mundillo universitario sabe lo denostada que está todavía la divulgación entre los docentes. Muchos de ellos no la practican por vergüenza. Semejante cortedad de miras a costa del erario público en un momento en que hay que despertar más que nunca el interés por el conocimiento en cualquiera de sus facetas es verdaderamente lamentable. Quizá ayudaría si los libros obtuvieran más puntos que los artículos académicos cuando se optara a una plaza o se intentara ganar un sexenio. Desgraciadamente, sucede todo lo contrario. Menos mal que suelen llegar traducidas las obras de los grandes divulgadores anglosajones, porque si fuera por nosotros...
ResponderEliminarMuchas gracias por tu comentario, Rosa. Me halaga extraordinariamente viniendo de una magnífica escritora (y divulgadora) como tú.
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