Si hay algo
que simboliza hoy en día a esta sociedad del espectáculo son las Olimpiadas.
Ahora que nos toca una nueva cita volveremos a contemplar el mareante baile de
millones en inversiones inmobiliarias e infraestructuras deportivas (esto es:
especulación sin freno). Asistiremos al escandaloso tren de vida de los
infinitos miembros del Comité Olímpico Internacional, metidos en no se sabe
cuántas historias de dudosa calificación. Nos dejaremos apabullar por el
universo publicitario y participaremos de las exaltaciones nacionales. ¿Y el
deporte? Eso, me temo, es lo de menos.
Una excusa para que la maquinaria económica obtenga los beneficios que
justifiquen semejante inversión.
Lejos quedan aquellas
Olimpiadas de la Grecia Clásica en las que los deportistas amateur competían
por el honor y la gloria, aspiraban al
desarrollo armónico del cuerpo y del alma y obtenían a cambio, según parece,
como todo premio, una manzana. En el
periodo de los Juegos, considerado sagrado, se establecía la llamada Paz
Olímpica y cesaba cualquier tipo de conflicto. ¡Ay, si Zeus levantara la
cabeza! Nuestro turbo-capitalismo
convierte cualquier acontecimiento mínimamente relevante en una forma
más de hacer negocio. Pervierte el espíritu originario de cualquier cosa hasta
convertirlo en una caricatura de sí mismo. Los nuevos dioses del deporte no son
sino los actores imprescindibles, con mayor o menor fortuna, en este teatrillo
deslumbrante, meros portadores de logos publicitarios, marionetas en manos de
representantes y agentes comerciales, agitadores de banderas y propagadores de
consignas prefabricadas. Esto es lo que hay, eso sí, con mucha mercadotecnia y
emisión en Hight Definition.
Por otra
parte, la utilización política de los Juegos, al menos desde Berlín 1936 a
Beijing 2008, es una cosa escandalosa. Con aquello de que es un escaparate de
una ciudad o de un país al final se
convierte en una oportunidad de oro para que los que controlan el cotarro
vendan su cara más amable. Las denuncias respecto al incumplimiento de los
Derechos Humanos o las prácticas de dudosa legalidad caen en saco roto frente a
la enorme máquina de hacer dinero en el que se ha convertido este
acontecimiento mediático. Las escasísimas muestras de protesta por parte de
algún cerebro pensante (y ahora me viene a la mente la imagen de aquellos
deportistas afroamericanos que puño en alto y con la cabeza baja protestaron
contra la discriminación racial en las Olimpiadas de México 1968) fueron
duramente reprimidas. Las Olimpiadas tienen que ser una cosa blandita y nada
conflictiva, como les conviene a los promotores del invento.
Frente a todo
esto hay que reivindicar el deporte de base, el que practican innumerables
personas con el único propósito de pasarlo bien, mejorar su salud o como un
estilo de vida. Personas a las que les cuesta dinero practicar su deporte de
favorito, que jamás harán declaraciones tópicas y prescindibles delante de un
panel con trescientas marcas publicitarias y que no hipotecan sus vidas con el
efímero propósito de subir a un pódium olímpico. Así que cuando empiece esta
nueva cita londinense lo mejor será ir a darse un paseo, nadar un rato o jugar
algún partidito con los amigos si de verdad queremos rendir un sentido homenaje
a aquel viejo espíritu olímpico del que ya no queda ni su sombra.
Este artículo tiene un fuerte y sólido pensamiento sociológico. Felicidades!! muy buen artículo.
ResponderEliminarsaludos