A pesar de que me he propuesto firmemente limitar mis
visitas a los grandes centros comerciales hace poco me tocó pasar por la picadora
de carne. Tengo, además, la mala costumbre de detenerme un rato en la zona
dedicada a los libros, con la esperanza de que el responsable de la sección
haya tenido un desliz y se le haya colado algún título interesante. Pues bien,
en esta última ocasión no pude por menos que fijarme en un episodio,
seguramente, de lo más común. Un tipo que muy bien podría estar en la
cincuentena y que a juzgar por el paso que llevaba atravesaba la librería (por llamarla de alguna forma) sin
mucho ánimo de detenerse en ella se paró en seco justo al lado mío. Cogió un
libro y le gritó a la que podría ser su esposa que iba un poco más adelante: -“¡Mira!, ¡el libro de Iker Casillas!” La
mujer, sin detenerse si quiera, le contestó: “¡Pídelo para Reyes, Agustín!”. El hombre se quedó un rato hojeando el libro y
con una cierta carita de pena lo dejó de nuevo en el expositor pensando,
probablemente, que aún quedaba unos cuantos meses para la cita con su ídolo. No
pude evitar que algunos pensamientos improcedentes acudieran a mi cabeza: ¿qué
esperaba encontrar Agustín en ese libro?, ¿la típica historia del chaval de
barrio que llega a estrella del fútbol?, ¿una historia extraordinaria,
glamourosa, edificante? Imposible saberlo. ¿Se le pasará a Agustín por la
cabeza la idea de que un libro sobre el portero más famoso del mundo no es sino
un producto de merchandising entre muchos otros dentro de la línea comercial de
un club de fútbol?, ¿leerá otra cosa este hombre? Por cierto, ¿trabajará?,
¿estará en paro? Suponiendo que su situación laboral o personal fuese
afortunada, es de esperar estadísticamente que en su entorno habrá casos complicados. ¿Sabrá
Agustín lo que es la “prima de riesgo”?, ¿habrá participado en alguna protesta
social en los últimos meses? Y, por otro lado, ¿qué habrá votado Agustín? –si es
que no formó parte del tanto por ciento de abstención. ¿Le preocupará a Agustín el futuro de nuestras
islas?, ¿las prospecciones petrolíferas, la degradación democrática, la
corrupción?- por poner solo algunos ejemplos. Esperemos que los Reyes Magos se
acuerden de Agustín.
lunes, 30 de julio de 2012
sábado, 28 de julio de 2012
¡Quietos todos!
Con la cifra de parados cada vez más tenebrosamente cerca de
la barrera de los seis millones empieza a resultar casi una cosa paranormal que
el entramado social aguante este órdago. Aquellas explicaciones que se daban
hasta hace poco basadas en una apabullante y supuesta economía sumergida y las
redes de solidaridad familiar, me parece que empiezan a no ser suficientes.
Quizás esto haya que sazonarlo con dos elementos más nada despreciables: la
larga sombra de los años de dictadura, que dejaron en varias generaciones un poso
de adversión a la protesta y a la reivindicación, un legado clerical y
fatalista y, por otro lado, las pasadas décadas del pelotazo, de la estética de
nuevos ricos y del sálvese quien pueda (mientras yo tenga pasta para ir al mega
centro comercial). Paralelamente, el
Gran Hermano político-financiero que nos gobierna tiene sus propios y poderosos
mecanismos de control social, sobre todo una inefable industria de ocio y de
distracción masiva, la exclusividad de los medios de difusión de masas y la
nueva religión del fútbol (¡qué mono Casillas de playa con la Carbonero!).
Y en todas estas nos acercamos a lo más profundo del
abismo. Cuando a uno le da por pasear
por cualquiera de los pueblos de nuestra pequeña y maltratada geografía insular
y se encuentra los restos de lo que queda del pequeño comercio te dan ganas de
llamar a Iker Jiménez, a ver qué explicación le encuentra a esto. No creo que
en algo más de un año quede otra cosa que algún supermercado de 24 horas,
alguna boutique del pan y un par de
cafeterías. La cosa no da para más. La escasas posibilidades de consumo del personal se
concentrará en los Centros Comerciales. Lamentablemente, antes que un cambio
radical en el voto a los partidos/empresa responsables de esta situación o una proyección de ese descontento y desesperación
social en acciones de movilización ciudadana, asistiremos a una degradación de
la convivencia y a episodios cada vez más terribles que abonarán el
pseudoargumento de que al final esto no es sino una cuestión policial. Aquí se
trata de que estemos todos no solo parados sino, además, ¡quietos! Lo
verdaderamente enervante es que esta situación es una gran coartada para
desmantelar el modelo social que nació después de la II Guerra Mundial y que a
España llegó, como no podía ser de otra manera, tarde y malamente. Aquí hay
otra guerra desatada pero no es con un kalasnikov en la mano, es la guerra del
Gran Capital contra los ciudadanos. Un Gran Capital que en su circulación y
acumulación en manos de las élites de los personajes de portada del Forbes no
sabe de trabas, costes ni cortapisas. Y para ello qué mejor excusa que los
millones de parados que justifiquen las medidas que falazmente se toman
pensando en ellos pero que jamás crearán ni un solo empleo. Pero, tranquilos,
que ya llega la pretemporada de fútbol.
miércoles, 25 de julio de 2012
Olimpiadas
Si hay algo
que simboliza hoy en día a esta sociedad del espectáculo son las Olimpiadas.
Ahora que nos toca una nueva cita volveremos a contemplar el mareante baile de
millones en inversiones inmobiliarias e infraestructuras deportivas (esto es:
especulación sin freno). Asistiremos al escandaloso tren de vida de los
infinitos miembros del Comité Olímpico Internacional, metidos en no se sabe
cuántas historias de dudosa calificación. Nos dejaremos apabullar por el
universo publicitario y participaremos de las exaltaciones nacionales. ¿Y el
deporte? Eso, me temo, es lo de menos.
Una excusa para que la maquinaria económica obtenga los beneficios que
justifiquen semejante inversión.
Lejos quedan aquellas
Olimpiadas de la Grecia Clásica en las que los deportistas amateur competían
por el honor y la gloria, aspiraban al
desarrollo armónico del cuerpo y del alma y obtenían a cambio, según parece,
como todo premio, una manzana. En el
periodo de los Juegos, considerado sagrado, se establecía la llamada Paz
Olímpica y cesaba cualquier tipo de conflicto. ¡Ay, si Zeus levantara la
cabeza! Nuestro turbo-capitalismo
convierte cualquier acontecimiento mínimamente relevante en una forma
más de hacer negocio. Pervierte el espíritu originario de cualquier cosa hasta
convertirlo en una caricatura de sí mismo. Los nuevos dioses del deporte no son
sino los actores imprescindibles, con mayor o menor fortuna, en este teatrillo
deslumbrante, meros portadores de logos publicitarios, marionetas en manos de
representantes y agentes comerciales, agitadores de banderas y propagadores de
consignas prefabricadas. Esto es lo que hay, eso sí, con mucha mercadotecnia y
emisión en Hight Definition.
Por otra
parte, la utilización política de los Juegos, al menos desde Berlín 1936 a
Beijing 2008, es una cosa escandalosa. Con aquello de que es un escaparate de
una ciudad o de un país al final se
convierte en una oportunidad de oro para que los que controlan el cotarro
vendan su cara más amable. Las denuncias respecto al incumplimiento de los
Derechos Humanos o las prácticas de dudosa legalidad caen en saco roto frente a
la enorme máquina de hacer dinero en el que se ha convertido este
acontecimiento mediático. Las escasísimas muestras de protesta por parte de
algún cerebro pensante (y ahora me viene a la mente la imagen de aquellos
deportistas afroamericanos que puño en alto y con la cabeza baja protestaron
contra la discriminación racial en las Olimpiadas de México 1968) fueron
duramente reprimidas. Las Olimpiadas tienen que ser una cosa blandita y nada
conflictiva, como les conviene a los promotores del invento.
Frente a todo
esto hay que reivindicar el deporte de base, el que practican innumerables
personas con el único propósito de pasarlo bien, mejorar su salud o como un
estilo de vida. Personas a las que les cuesta dinero practicar su deporte de
favorito, que jamás harán declaraciones tópicas y prescindibles delante de un
panel con trescientas marcas publicitarias y que no hipotecan sus vidas con el
efímero propósito de subir a un pódium olímpico. Así que cuando empiece esta
nueva cita londinense lo mejor será ir a darse un paseo, nadar un rato o jugar
algún partidito con los amigos si de verdad queremos rendir un sentido homenaje
a aquel viejo espíritu olímpico del que ya no queda ni su sombra.
domingo, 22 de julio de 2012
Pesimismo combatiente
Está últimamente de moda hacer gala de la cosa optimista. La
influencia de esa plaga de la industria de la autoayuda tiene gran parte de
culpa. No me remito, para no ahondar en esto, sino al maravilloso ensayo de
Barbara Ehrenreich, “Sonríe o muere (la trampa del pensamiento positivo)”
(Turner 2011), donde queda bien claro cómo esta tontuna del véalo todo del
color de rosa no es otra cosa que una de las mil formas de sacarnos el dinero. Pues
bien, después de una conversación de sobremesa en la que a uno le dio por la estúpida
idea de hacer un somero repaso a la infinidad de cosas que nuestra especie
humana ha hecho rematadamente mal (con el permiso de Mahler, el oporto y el
atún en salsa de mi hermano) uno de los comensales terminó confesando que se
hallaba con tal grado de pesimismo que no le quedaban ganas de salir de casa.
Lamenté profundamente que esa fuera la sensación que le hubiera dejado el
análisis de la situación. Si yo tuviera el más mínimo motivo para ser optimista
con la que está cayendo entonces sí que no saldría de casa. Me tumbaría cómodamente
en el sillón a verlas venir. Pero como todo está rematadamente mal y no hay muchas esperanzas de que deje de
estarlo el cuerpo me pide todo lo contrario. Es lo que yo llamo (con permiso de
algún que otro posible y desconocido padre del concepto) “pesimismo combatiente”.
Me contaron en una ocasión el caso de un mexicano que se encontraba con un
cáncer en un estado terminal. Ya en una fase avanzada de su enfermedad acudió a
una ferretería a pedir unos botes de pintura blanca para darle un repaso a las
paredes de su casa. El ferretero asombrado se atrevió a preguntarle para qué
hacía ese esfuerzo y el tipo, con su voz de charro, le respondió – ¡sé que me
voy a morir pero que esa hija de puta me encuentre peleando! Seguramente, uno
no sería capaz de llegar a ese extremo pero en cierto sentido deberíamos
aplicarnos en no ponerles las cosas tan fáciles a quienes nos han llevado a
esta suerte de estado terminal. Me recortarás mis derechos, te quedarás con mi
sueldo, pisotearás mi libertad de expresión, harás ostentación de tu riqueza a
costa de la pobreza de los demás, quizás te salgas con la tuya, como pensaría
cualquier pesimista mínimamente serio, pero, al menos, no te saldrá gratis, compañero.
viernes, 20 de julio de 2012
Parados del Mundo...
Hace unas semanas hacía cola
pacientemente en la caja de un supermercado. Un profesor que esperaba su turno
detrás de mí aprovechó para comentar su mosqueo con las últimas medidas de
recortes del gobierno con el funcionariado. La señora que justo delante de
nosotros abonaba su compra se volvió airada y nos dijo:
-
¡No sé de qué se quejan!, ¡al menos ustedes
tienen trabajo! Mi hija lleva un año en
el paro y ha tenido que venirse a vivir conmigo, ¡no les da vergüenza!
Resultó inútil intentar
explicarle a esta señora que se equivocaba en los destinatarios de su más que
justificada ira, que el funcionariado somos también víctimas de esa política
económica que ha llevado a su hija a esa situación, que nuestro puesto de
trabajo no nos lo ha regalado nadie y que… en fin… La señora se mandó a mudar
con un cabreo mayor con el que seguramente se había levantado. Sin ser
consciente de ello, esta señora repetía justamente el tipo de argumento que a
nuestro gobierno ultraliberal le conviene que la gente crea, un argumento que
no arregla nada y que lo justifica todo. Como hay millones de parados tenemos
que hacer recaer todo el peso de la crisis en el resto de trabajadores (mejor
si son empleados públicos que, como todo el mundo sabe, son unos
parásitos). Pero esas medidas no van a
crear más empleo ni están pensadas para llevarnos hacia un mundo más justo. Son
medidas que tienen como único fin desmantelar un modelo social que al Gran Capital
no le conviene en absoluto. Decía el viejo Marx que el capitalismo necesita de
un “Ejército industrial de reserva”. En
su cosa decimonónica Marx identificaba al obrero con el trabajador de las
incipientes y lóbregas industrias. La cantidad ingente de obreros que aspiraban a un puesto de trabajo en aquellas fábricas infectas o que bien eran despedidos o desahuciados sin contemplaciones constituían ese "ejército" del que hablaba Marx. Hoy diríamos, simplemente, una “masa de
parados”. Cuando hay tal números de personas desempleadas el “valor” del aspirante
a un empleo es prácticamente nulo. Todo lo contrario si hubiera una situación
próxima a lo que antes se llamaba “pleno empleo” donde el trabajador estaría en
condiciones de dictar sus condiciones al empresario (¡lo que faltaba!). Solo en
una situación como esta pueden tomarse las medidas que se están tomando pero,
¡ahí está la trampa! No para, repito, crear empleo si no para acabar con toda
una retahíla de conquistas laborales, fruto
de décadas de luchas. Este capitalismo financiero, alérgico al común de las
personas, es incompatible con cualquier cortapisa, sobre todo si esta tiene
forma de derechos sociales y laborales, de servicios públicos de calidad, de
injerencia en el modo de vida de las élites enriquecidas. Así que la única
salida es la unidad de la ciudadanía, trabajadora o parada, de aquella que paga
sus impuestos, que tiene dificultades para llegar a final de mes o,
lamentablemente, no ingresa un céntimo, la que cada día se levanta indignada o
con la incertidumbre de qué va a pasar con ella al día siguiente. Esto es, la mayor parte de la gente de este bendito país. ¡Cómo
cambiarían las cosas si tomáramos conciencia de que somos más y que a los
bancos alemanes les importa un carajo la suerte de la pobre hija de la señora
del supermercado!
lunes, 16 de julio de 2012
Me acuso de ser funcionario.
Yo me acuso de ser
funcionario. Vivo sin dar golpe a expensas de los presupuestos públicos. Aprobé
de manera incomprensible unas oposiciones, en competencia con cientos de
aspirantes, sin que mis padres, personas humildes sin formación ni influencias
de ningún tipo, tuvieran la posibilidad de hacer uso de algún contacto o de
deslizar alguna pata de jamón a los miembros del tribunal. Desde hace veinte
años me dedico a la completamente prescindible tarea de la enseñanza, una
actividad que, como muy bien sostiene nuestra nunca bien amada administración,
mejor está en manos privadas o en algún tutorial de internet. Me acuso de que
la media hora del recreo, cuando no la emplea uno en mil cosas a las que no se
tiene tiempo de atender en el resto de la jornada, le cueste al erario público
una parte proporcional injustificada con el escandaloso propósito de tomar un
café o hablar con los compañeros. Me acuso de suplantar tareas propias de otros
colectivos profesionales: trabajadores sociales, psicólogos, animadores
socioculturales, terapeutas familiares, etc. Me avergüenzo (antes que
autoacusarme) de disponer de un trabajo “para toda la vida” mientras el resto
de mis conciudadanos viven en una permanente incertidumbre. Mejor haría el
gobierno de turno en despedir a todos los funcionarios de la legislatura
anterior (médicos, policías, profesores, jueces, administrativos, bomberos,
etc) y nombrar a gente de su absoluta confianza y ¡santas pascuas! Reconozco
que no sé lo que es trabajar como es debido puesto que mis muchos años de
servicios me los he pasado en una especie de tumbona laboral. Los problemas de
mi alumnado jamás me han quitado el sueño y nunca me he molestado en seguir
formándome y responder a los nuevos retos de la educación pública. En realidad,
aunque en el presente curso no he faltado un solo día a clase, era un doble el
que acudía por mí, cosa que aprendí de gente como Gadafi o Sadam Hussein.
Ahora que el país vive una situación de crisis mi gobierno me ha hecho tomar
conciencia de la situación. Como si de una revelación divina se tratara he
llegado al convencimiento de que la gente como yo somos dañinas para la
recuperación económica de este país y para la prima de riesgo, a la que no hay
forma de que le baje la hipertensión. Así que no se me ocurre una forma mejor
de compensar todo el daño que llevo causando a este sistema que tanto nos
quiere y nos protege que admitiendo a partir de ahora que trabajaré en régimen
de semiesclavitud, con la consiguiente ración de latigazos y escarnio público, recitando
loas a la doctrina ultraliberal y a Andrea
Fabra, patrona de los humildes y los desamparados.
miércoles, 11 de julio de 2012
Escuela de Verano de Canarias
La escuela es, casi
por definición, un empeño comunitario. Un docente aislado no educa ni soluciona
problemas. El caso es que, en los últimos tiempos, un proceso contrario a la
propia naturaleza de la escuela se ha ido imponiendo, marcado por la paulatina burocratización, la desaparición
de los espacios de formación, diálogo e intercambio docente, la imposición de
la lógica del mercado, etc. En este contexto las experiencias de transformación
horizontales, aquel anhelo de la escuela democrática y forjadora de ciudadanía,
fueron quedando arrinconados en el baúl de las antiguallas. Pero aquel
paradigma pedagógico no fue sustituido por otro (por muchas "competencias básicas" de por medio). Simplemente llegó el desierto
y en esas estamos. Una de las experiencias víctimas de este proceso de
desertificación, sobre todo en Canarias, fue los Movimientos de Renovación
Pedagógica (MRP) –foro que en su día aglutinó a lo más representativo de la
innovación educativa. Quince años después, y gracias a un puñado de
incombustibles, se retomó las célebres, en su día, Escuelas de Verano, a la que
he tenido el gusto de asistir.
En estos tiempos oscuros, sobre todo para lo que huela a
público, hacía falta algún tipo de revulsivo. Algo que contribuyera a subir los
ánimos de los últimos mohicanos que aún pululan por ahí pensando que esto de la
educación pública es la única tabla de salvación social que nos queda. En este
sentido, y al menos de cara al nutrido grupo de asistentes, creo que ese
propósito se ha conseguido. El otro de los propósitos, no menos importante –y
casi como de currículum oculto- el de propiciar una suerte de trasvase
generacional entre el profesorado que ha liderado (perdón por la palabra)
históricamente las iniciativas de construcción de la escuela canaria pública en
las últimas décadas se me antoja más complicado. La respuesta a esto no es
fácil y quizás habría que buscarla en una suerte de sociología de la educación.
No solo ha cambiado el modelo de
alumnado, obviamente, en las últimas décadas, sino, también, para bien y para mal, el del profesorado. Quizás como consecuencia
misma de la extensión y desarrollo del modelo público de educación, en la
pasada década, aquel impulso inicial protagonizado por el profesorado fue
siendo sustituido por una progresiva institucionalización y enajenación que ha
llegado hasta nuestros días.
Pero en estas surgió el ataque más sistemático y contundente
contra la Escuela Pública que se recuerda. Y una parte del personal, al menos,
ha llegado a la conclusión de que esto no lo arregla sino aquellos que son
parte directamente implicada, o dicho de otra manera: el profesorado. Llámese ‘Marea
Verde’, MRP o Despistados Reunidos cualquier atisbo de organización, respuesta
y resistencia frente a la oleada neoliberal es como el maná que cae en el
desierto. El chutazo de energía que los asistentes a esta XXI Escuela de Verano
recibimos es impagable en esta era pepera empeñada en laminar todo lo que huela
a cosa pública. Y bastante tendremos que recargar las baterías para enfrentar
el futuro inmediato gracias a quienes consideran que los mismos que nos han
metido en esta mal llamada “crisis” son los que nos van a sacar de ella.
Gracias a los promotores de esta Escuela de Verano ¡y que cunda el ejemplo!
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