Cualquier proyecto educativo, del tipo que sea, debe hoy en día prestar atención a la educación emocional. ¿Y cómo se hace? Esa es, en realidad, la tarea de toda una vida. Lo que está claro es que si no nos lo planteamoss corremos el riesgo de convertirnos, en palabras de Elsa Punset, en náufragos emocionales. Y es que en el mundo en que vivimos todo parece estar diseñado para hacernos naufragar. Las prisas, las presiones de todas clases, el trabajo (o la falta de él), la propia imagen... nos mantienen en un constante sinvivir. Las relaciones interpersonales se han vuelto muy complicadas en un medio caracterizado por la tiranía de las prisas y la vanalidad. Ante este panorama, nos hemos dado cuenta de que hay que prestar atención a la cosa emocional, que no sólo de fútbol vive el hombre, que tenemos que encontrar alguna pauta de equilibrio en este mar tormentoso.
En realidad, este descubrimiento de la importancia de las emociones no es algo reciente. El filósofo Nietzsche reivindicaba la dimensión emocional del ser humano frente al ideal racionalista y ya Freud nos hablaba del papel fundamental de toda esa parte ignota de nuestra mente a la que llamó “inconsciente”. Pero quizás haya sido el psicólogo Daniel Goleman quien en los últimos años haya contribuido por encima de otros a popularizar esta idea. Su super ventas “Inteligencia Emocional” ha puesto de manifiesto un principio muy sencillo: o somos capaces de controlar nuestra emociones o estas terminarán por controlarnos a nosotros. O hacemos un esfuerzo por conocernos a nosotros mismos o terminaremos viviendo en un puro desquiciamiento. Si no disponemos de suficientes dosis de autocontrol, perseverancia, automotivación y entusiasmo lo tendremos muy difícil para navegar en este mundo, correremos el riesgo de que nuestras emociones más primarias y negativas se apoderarán de nosotros.
No hace mucho, un amigo docente, muy sensibilizado con estos temas, me comentaba que después de tener que lidiar día a día con sus alumnos adolescentes había llegado a la conclusión de que un porcentaje importante de las dificultades que experimentaba para poder dar sus clases en condiciones tenían que ver con el analfabetismo emocional de su alumnado. Es muy complicado, me decía, poder trabajar con quienes gritan en vez de hablar, con quienes son incapaces de mantener la atención por su propia cuenta cinco minutos seguidos, con aquellos que se comportan como leones enjaulados o son incapaces de encarar la más mínima frustración o dificultad sin terminar en una monumental pataleta. Había llegado a la conclusión de que era necesario empezar a abordar la raíz de estos problemas desde una perspectiva mucho más amplia. Había que disminuir el número de revoluciones del sistema, aquietar esos espíritus inflamados, introducir algo más de amabilidad y sosiego. El caso es que cuando trató de compartir alborozado este “descubrimiento” con algunos de sus compañeros docentes la respuesta que obtuvo no fue muy alentadora: “eso se resuelve con un par de gritos”. ¡Más de lo mismo! Con todo, seguía pensando, en un gesto de irreductible voluntarismo, que el trabajo educativo debe tender también hacia algún tipo de competencia emocional. No debemos olvidar que en Canarias el estilo educativo dominante se caracteriza por ser proclive a todo tipo de excesos: los arrebatos de cariño familiar son tan intensos como las subsiguientes trifulcas, los niños son reyes absolutos de la casa o terminan sufriendo el más descarnado de los destierros. No hay término medio. Ante esto, la tarea es ciertamente compleja.
Hemos tenido en España algunos casos recientes que muestran lo que puede ocurrir cuando se descuida por completo la educación emocional de los jóvenes. Los terribles y recientes asesinatos de algunas chicas han puesto al descubierto la existencia de un perfíl de chicos (muy significativo esto de que sean varones) completamente narcisistas, incapaces de sentir la más mínima empatía, imposibilitados para compadecerse del sufrimiento ajeno, centrados en la inmediata satisfacción de sus impulsos. Sin una educación sentimental, parafraseando a Flaubert, podemos terminar siendo cualquier cosa menos seres humanos plenamente realizados. La humanidad no es sólo una condición biológica sino algo que se construye entre todos. El completo desarreglo emocional puede llevar a cualquiera a convertirse en una alimaña, en un peligro enmascarado para los demás.
Es cierto que hoy vivimos un auténtico boom de lo emocional. Y al calor del nuevo mercado nos encontramos una oferta de publicaciones, cursos, gurús, consejeros de esto y aquello, terapeutas y expertos en lo más insospechado verdaderamente apabullante. El dolor y la incertidumbre siempre han sido una buena fuente de negocios. De nuevo, una buena dosis de escepticismo y no poco sentido común nos ayudarán a discernir entre lo interesante y la engañifa. Pero, sobre todo, hay un paso necesario que nada ni nadie va dar por cada uno de nosotros: pararse y pensar.
En realidad, este descubrimiento de la importancia de las emociones no es algo reciente. El filósofo Nietzsche reivindicaba la dimensión emocional del ser humano frente al ideal racionalista y ya Freud nos hablaba del papel fundamental de toda esa parte ignota de nuestra mente a la que llamó “inconsciente”. Pero quizás haya sido el psicólogo Daniel Goleman quien en los últimos años haya contribuido por encima de otros a popularizar esta idea. Su super ventas “Inteligencia Emocional” ha puesto de manifiesto un principio muy sencillo: o somos capaces de controlar nuestra emociones o estas terminarán por controlarnos a nosotros. O hacemos un esfuerzo por conocernos a nosotros mismos o terminaremos viviendo en un puro desquiciamiento. Si no disponemos de suficientes dosis de autocontrol, perseverancia, automotivación y entusiasmo lo tendremos muy difícil para navegar en este mundo, correremos el riesgo de que nuestras emociones más primarias y negativas se apoderarán de nosotros.
No hace mucho, un amigo docente, muy sensibilizado con estos temas, me comentaba que después de tener que lidiar día a día con sus alumnos adolescentes había llegado a la conclusión de que un porcentaje importante de las dificultades que experimentaba para poder dar sus clases en condiciones tenían que ver con el analfabetismo emocional de su alumnado. Es muy complicado, me decía, poder trabajar con quienes gritan en vez de hablar, con quienes son incapaces de mantener la atención por su propia cuenta cinco minutos seguidos, con aquellos que se comportan como leones enjaulados o son incapaces de encarar la más mínima frustración o dificultad sin terminar en una monumental pataleta. Había llegado a la conclusión de que era necesario empezar a abordar la raíz de estos problemas desde una perspectiva mucho más amplia. Había que disminuir el número de revoluciones del sistema, aquietar esos espíritus inflamados, introducir algo más de amabilidad y sosiego. El caso es que cuando trató de compartir alborozado este “descubrimiento” con algunos de sus compañeros docentes la respuesta que obtuvo no fue muy alentadora: “eso se resuelve con un par de gritos”. ¡Más de lo mismo! Con todo, seguía pensando, en un gesto de irreductible voluntarismo, que el trabajo educativo debe tender también hacia algún tipo de competencia emocional. No debemos olvidar que en Canarias el estilo educativo dominante se caracteriza por ser proclive a todo tipo de excesos: los arrebatos de cariño familiar son tan intensos como las subsiguientes trifulcas, los niños son reyes absolutos de la casa o terminan sufriendo el más descarnado de los destierros. No hay término medio. Ante esto, la tarea es ciertamente compleja.
Hemos tenido en España algunos casos recientes que muestran lo que puede ocurrir cuando se descuida por completo la educación emocional de los jóvenes. Los terribles y recientes asesinatos de algunas chicas han puesto al descubierto la existencia de un perfíl de chicos (muy significativo esto de que sean varones) completamente narcisistas, incapaces de sentir la más mínima empatía, imposibilitados para compadecerse del sufrimiento ajeno, centrados en la inmediata satisfacción de sus impulsos. Sin una educación sentimental, parafraseando a Flaubert, podemos terminar siendo cualquier cosa menos seres humanos plenamente realizados. La humanidad no es sólo una condición biológica sino algo que se construye entre todos. El completo desarreglo emocional puede llevar a cualquiera a convertirse en una alimaña, en un peligro enmascarado para los demás.
Es cierto que hoy vivimos un auténtico boom de lo emocional. Y al calor del nuevo mercado nos encontramos una oferta de publicaciones, cursos, gurús, consejeros de esto y aquello, terapeutas y expertos en lo más insospechado verdaderamente apabullante. El dolor y la incertidumbre siempre han sido una buena fuente de negocios. De nuevo, una buena dosis de escepticismo y no poco sentido común nos ayudarán a discernir entre lo interesante y la engañifa. Pero, sobre todo, hay un paso necesario que nada ni nadie va dar por cada uno de nosotros: pararse y pensar.
En mi escuela se hacía híncapie en el control de las emociones en público y el absoluto respeto al otro, muy propio de la flema británica. Totalmente de acuerdo con tu compañero, el problema es que en las familias no se refuerce. Resulta un enorme problema social porque lo que vende es la comodidad y el mínimo esfuerzo. De este modo el "musculo emocional" se atrofia, como ocurre con los fibrosos. Los valores se han depositado en cestos rotos y no se dispone de la experiencia para remendarlos. ¿Todo lo expuesto
ResponderEliminarresuena a final de ciclo, o serán manías y lo que falta es simplemente educación? Un abrazo.
Se ha convertido en todo un tópico, pero no por ello deja de ser cierto: "para educar a un niño hace falta toda la tribu". Lo que pasa es que la tribu está demasiado alborotada. Un abrazo, emejota.
ResponderEliminarFelicidades por el artículo, complétamente real. Aquí estoy, por casualidad y no me resisto a dejarte un comentario.
ResponderEliminarTengo un solo alumno, rumano, catalogado con un CI de 61, han usado el test Ibni2, y según reza en su informe puede padecer transtorno por déficit de atención por hiperactividad.
Pues bien, estoy consiguiendo que a su 24 años comience a leer, tenga ganas de aprender, pueda estar sentado 10 minutos a solas realizando tareas, etc...
Sería muy largo de exponer el repertorio de estrategias que he tenido que usar para conseguir lo que, en un principio, era un imposible. Al menos con éste y con los anteriores funcionan.
Sólo te comentaré la estrategia que creo fundamental; La empatía, para poder situarnos en el mundo real en el que vive la persona a la cual queremos ayudar.
Saludos.
Efectivamente, la empatía es la base de la sociabilidad y por tanto un requisito fundamental para la educación. El problema es que vivimos en un entorno que fomenta todo lo contrario. Así que hay que resistirse. Gracias por el comentario.
ResponderEliminarEl control emocional es una asignatura pendiente de
ResponderEliminarla Educación Secundaria. Tus artículos son profundos, amenos y sencillos lo que me anima a leerlos. Felicidades y sigue así.
Salud.