Emprendí con ilusión la ardua tarea de enfrentarme a “El Día D” (Crítica 2009), la última obra del historiador británico Antony Beevor. Una ardua tarea porque se trata de un mamotreto de unas 700 páginas. Con ilusión porque Beevor está entre mis escritores del género favorito. Dos de sus anteriores obras “Stalingrado” (2004) y “Berlín, la caída” (2006) siguen siendo insuperables. Sobre todo, porque este autor ha sabido encontrar el punto de equilibrio justo entre la perspectiva técnica de la historia militar y el imprescindible lado humano. Hace décadas (tengo en mente, por ejemplo, aquellas publicaciones de los años 70 de la editorial San Martín) el historiador solía asumir como única perspectiva la del Estado Mayor. La cosa se limitaba, la mayoría de las veces, al movimiento de grandes unidades sobre el mapa de operaciones y a la lucha entre mandos enfrentados, lo que hacía de la obra en cuestión algo la mayoría de las veces bastante infumable. Antony Beevor encarna a ese grupo de investigadores de la historia militar que combina de manera magistral los sentimientos de un soldado en el fragor de la batalla, registrada en una carta familiar, con la inevitable voluntad de un general de división.
En “El Día D” Beevor afronta un reto muy complicado. Primero porque quizás haya sido uno de los episodios de la II Guerra Mundial sobre el que más se ha escrito y, segundo, porque en el terreno divulgativo sobre “el día más largo” reinan desde hace década Cornelius Ryan y Stephen Ambrose. Una vez más Beevor accede a una gran cantidad de documentación que le permite profundizar en las múltiples perspectivas de un conflicto. En este caso pretende poner el acento en una dimensión que ha sido de las menos tratadas en esta campaña: la de los civiles que vivían en Normandía y que vieron cómo se les venía encima un aluvión de fuego procedentes de los aliados, que vieron y sufrieron cómo en sus campos y ciudades se disputaba una de las batallas claves de la II Guerra Mundial. La gran cantidad de víctimas civiles que se cobró la batalla que, paradojas de la historia, estaba dirigida a liberarles del yugo nazi ha sido uno de los capítulos pendientes en este tema. El drama de Caen daría para mucho. Sin embargo, tampoco es que, a fuerza de ser sinceros, Beevor profundice demasiado en la cuestión. El resultado final es una obra más que sumar al género. Quizás hubiera sido más interesante que el autor se hubiera limitado a un monográfico sobre las víctimas civiles. “El Día D” empieza de manera fulgurante y, al igual que la batalla de la que trata, termina empantanándose. He de confesar que abandoné el libro sobre la página 400. Pero esto no quita para que siga teniendo a Antony Beevor como un autor de referencia.
En “El Día D” Beevor afronta un reto muy complicado. Primero porque quizás haya sido uno de los episodios de la II Guerra Mundial sobre el que más se ha escrito y, segundo, porque en el terreno divulgativo sobre “el día más largo” reinan desde hace década Cornelius Ryan y Stephen Ambrose. Una vez más Beevor accede a una gran cantidad de documentación que le permite profundizar en las múltiples perspectivas de un conflicto. En este caso pretende poner el acento en una dimensión que ha sido de las menos tratadas en esta campaña: la de los civiles que vivían en Normandía y que vieron cómo se les venía encima un aluvión de fuego procedentes de los aliados, que vieron y sufrieron cómo en sus campos y ciudades se disputaba una de las batallas claves de la II Guerra Mundial. La gran cantidad de víctimas civiles que se cobró la batalla que, paradojas de la historia, estaba dirigida a liberarles del yugo nazi ha sido uno de los capítulos pendientes en este tema. El drama de Caen daría para mucho. Sin embargo, tampoco es que, a fuerza de ser sinceros, Beevor profundice demasiado en la cuestión. El resultado final es una obra más que sumar al género. Quizás hubiera sido más interesante que el autor se hubiera limitado a un monográfico sobre las víctimas civiles. “El Día D” empieza de manera fulgurante y, al igual que la batalla de la que trata, termina empantanándose. He de confesar que abandoné el libro sobre la página 400. Pero esto no quita para que siga teniendo a Antony Beevor como un autor de referencia.
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