En agosto de 2008 publicaba este artículo en Tangentes. Sinceramente creo que no ha pérdido un ápice de actualidad. Sobre todo ahora que, crisis de por medio, todas las miradas se dirigen con malicia hacia el mundo de lo público.
De niño solía jugar mucho en un tramo de uno de esos anchos e imponentes barrancos que surcan el norte de Tenerife. En un punto concreto, cerca de su desembocadura, la trasera de un grupo de casas lindaba con el mismo. Observaba con indignación la terrible costumbre de algunos vecinos de tirar las basuras directamente al barranco. Esta conducta, repetida durante años, había hecho que al pie de sus casas se acumularan verdaderas montañas de desperdicios a mayor gloria de las muchas ratas y de la estupidez humana. Cuando el hedor se hacía insoportable esos vecinos exclamaban: “¡hay que ver cómo es este ayuntamiento! ¡Qué pena cómo tiene el barranco!”. Estas personas no se sentían responsables de todo aquello que ocurriese más allá de la puerta de su casa, ni siquiera cuándo fuese el resultado de su propia conducta.
Han pasado unos cuantos lustros y no parece que la cosa haya cambiado mucho. Podemos observar el mismo comportamiento en los muchos parques recreativos al borde de las carreteras, en el paisaje después de las infinitas celebraciones (verbenas, fiestas, botellones…), en las constantes agresiones al mobiliario público, en la degradación física de los colegios, ambulatorios, plazas, calles y todo aquello que sea compartido por un grupo de personas más allá del ámbito familiar. A nadie se le ocurriría hacer una pintada con un spray en el salón de la casa del vecino, tirar una colilla en la alfombra del comedor o desbaratar de una patada la lámpara de pie que alumbra el sofá desde el que se ve plácidamente la televisión. Cuando un incendio asola cientos de hectáreas de monte público siempre hay quien pone el acento en que no se hayan quemado propiedades de nadie. El espacio privado es sagrado e inviolable. El espacio público, al ser de todos no es de nadie, es difuso, carece de valor. En fin, cabrían infinitos ejemplos de cómo se nos ha educado en esta (in)cultura de lo privado.
Peor aún, si cabe, es cuando el desprecio a lo público procede de las administraciones que deberían protegerlo y aumentarlo. La retirada, de facto, de la ciudadanía del espacio público (a no ser que consideremos como tal las grandes superficies comerciales) ha dejado en manos del entramado político-empresarial la gestión, entre otras cosas, de los bienes colectivos. Éstos entienden el patrimonio común como una mercancía más con la que obtener réditos políticos y económicos. La gestión del espacio público dicen llevarla a cabo desde el interés general pero raramente se preocupan por preguntar a la ciudadanía su opinión sobre estos temas. ¡No vayan a pensar algo distinto de los planes ya previstos!
De esta manera no es raro observar constantes atropellos a una mínima consideración social de lo público: cuando se talan árboles centenarios para construir una autopista sobre una carretera de montaña, cuando se permuta suelo público (bien permanente) por dinero (bien efímero), cuando se transforma una plaza pública en un aparcamiento privado, cuando se derriba un teatro histórico para construir un mamotreto de locales comerciales y viviendas de promoción privada, cuando se sigue sepultando el mejor suelo agrícola de la isla en un mar de adosados y urbanizaciones, cuando se degrada el paisaje del que vivimos los canarios hasta límites horrendos… para qué seguir.
En realidad, sí hay una pequeña diferencia entre el ejemplo que pusimos al principio y la situación actual. Antes, en la época pre-democrática, el alcalde de turno sólo debía rendir cuentas al gobernador civil que lo había designado con el dedo. Ahora un alcalde debe rendir cuentas a la ciudadanía. Bueno, esto sobre el papel, claro, porque éstos han aprendido mil y una formas de justificar lo injustificable. De esto se ocupan gabinetes de prensa, medios de comunicación municipales o afines, cohortes de asesores, militantes a la espera de que les toque el turno en el reparto de prebendas y, entre tanto, ¿a quién le importa lo público?
Es una cuestión que me he planteado muy frecuentemente y siempre he desembocado en el tópico de la necesidad inmediata de una buena educación ciudadana, con multas incluidas. Lo siento pero es el único lenguaje que algunos pueden traducir al idioma de la responsabilidad. El ingente problema:¿quien le pone el cascabel al gato?
ResponderEliminar¿Como hacer entender que no somos más que hormigueros de hormigas mal avenidas, y deberíamos aprender de ellas, aún a costa de nuestro "sacrosanto individualismo" en lo referente a temas sociales. En fin, a veces se me ocurren ideas descabelladas, fácilmente rebatibles, pero no es momento de hacerlo. Un abrazo Damián.
En efecto. Nuestra especie carece de algo que se ha dado en llamar "inteligencia colectiva". Y así nos va. Un abrazo.
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