Muchos recordarán que hace ahora 10 años pasamos aquella simbólica fecha del milenio, y recordarán también aquellos años previos en los que se desató toda suerte de terrores apocalípticos. Unos pintaba un caos informático que, en sus peores versiones, desataría una catástrofe nuclear, otros estaban seguros de que el fin de los tiempos era algo inevitable e incluso hubo alguna secta que se apuntó a lo del suicidio colectivo aprovechando el paso de un cometa que supuestamente escondía en su larga cola un platillo volante que pondría a salvo a los conversos.
Esta fascinación por el fin de los tiempos, por el caos, por la destrucción generalizada sigue dando generosos beneficios a la industria del cine. El género catastrófico tiene cada vez más adeptos y se asienta en el miedo atávico a no disponer de nuestra propia suerte, a estar a merced de la voluntad de los dioses, de los caprichos de la Naturaleza o de un destino que vaya a saber usted dónde está escrito. Dentro de este género un subgénero muy curioso es el de las múltiples formas de destrucción de Nueva York. Los norteamericanos tienen una especial fijación con lo de ver a esta ciudad emblemática arrasada por monstruos mutantes, bombardeada por meteoritos, inundada por tsunamis gigantes o aniquiladas por naves alienígenas. Esto debe esconder algún tipo de patología social, seguro.
El miedo es irracional por definición y cada uno es dueño de tener los que le apetezcan. Ahora bien, una cosas es la mínima dosis de miedo que nos lleva a ser prudentes y otra el miedo desatado que nos lleva a la parálisis y nos hace caer en las manos de quienes pretenden salvarnos de esto y aquello. Durante mucho tiempo el miedo ha desempeñado un papel importante: el de ponernos en alerta frente a los múltiples peligros que nos acechaban, lo que mejoraba nuestra capacidad de supervivencia. El miedo a caer en manos de posibles depredadores estimulaba nuestro nivel de atención y la búsqueda de estrategias para escapar a esa situación. Hoy en día tener un mínimo de miedo a, por ejemplo, contraer una enfermedad de transmisión sexual, a tener un accidente de carretera sin el cinturón de seguridad puesto o a perder el puesto de trabajo si uno se queda tranquilamente durmiendo en su cama día tras día, sigue siendo una buena forma de promover un tipo de conducta responsable y sensata.
Sin embargo, ocurre que desde una perspectiva colectiva hemos perdido el sentido de la realidad y nuestra disposición de natural temerosa ha sido manipulada de manera interesada. El personal tiene hoy más miedo, sufre más, con la posibilidad de que su equipo de fútbol baje de categoría que con el hecho contrastado de que el cambio climático altere de manera dramática nuestra capacidad de supervivencia (hemos perdido de manera vergonzosa la oportunidad de Copenhague y nadie muestra el más mínimo miedo por ello). Hay quien tiene más miedo a repetir un vestido en una fiesta a que nuestro modo de producción y de vida insostenible ponga en serio peligro las condiciones de vida de las próximas generaciones. El miedo es condicionado a voluntad por quienes tienen los medios para ello: ¡que viene la izquierda! ¡que viene la derecha! ¡que aquella pandemia es la definitiva! ¡que aquel dictador tiene armas de destrucción masiva y amenaza nuestra capacidad de llenar el carrito en el supermercado todos los días! Etc. Lo que tenemos que preguntarnos en estos casos es de dónde viene este miedo de nuevo cuño y a quién beneficia.
En este mundo al revés nuestro, aquello que de verdad debería dar temor no le quita el sueño a más de tres. El político medio de nuestro tiempo tiene dos miedos fundamentales: perder votos y no ser incluido en la próxima lista electoral. Por esto mismo poco podemos esperar de él a la hora de poner un poco de orden en la lista de miedos colectivos. Sólo una ciudadanía formada e informada será cada vez más dueña de miedos que verdaderamente valgan la pena.
Esta fascinación por el fin de los tiempos, por el caos, por la destrucción generalizada sigue dando generosos beneficios a la industria del cine. El género catastrófico tiene cada vez más adeptos y se asienta en el miedo atávico a no disponer de nuestra propia suerte, a estar a merced de la voluntad de los dioses, de los caprichos de la Naturaleza o de un destino que vaya a saber usted dónde está escrito. Dentro de este género un subgénero muy curioso es el de las múltiples formas de destrucción de Nueva York. Los norteamericanos tienen una especial fijación con lo de ver a esta ciudad emblemática arrasada por monstruos mutantes, bombardeada por meteoritos, inundada por tsunamis gigantes o aniquiladas por naves alienígenas. Esto debe esconder algún tipo de patología social, seguro.
El miedo es irracional por definición y cada uno es dueño de tener los que le apetezcan. Ahora bien, una cosas es la mínima dosis de miedo que nos lleva a ser prudentes y otra el miedo desatado que nos lleva a la parálisis y nos hace caer en las manos de quienes pretenden salvarnos de esto y aquello. Durante mucho tiempo el miedo ha desempeñado un papel importante: el de ponernos en alerta frente a los múltiples peligros que nos acechaban, lo que mejoraba nuestra capacidad de supervivencia. El miedo a caer en manos de posibles depredadores estimulaba nuestro nivel de atención y la búsqueda de estrategias para escapar a esa situación. Hoy en día tener un mínimo de miedo a, por ejemplo, contraer una enfermedad de transmisión sexual, a tener un accidente de carretera sin el cinturón de seguridad puesto o a perder el puesto de trabajo si uno se queda tranquilamente durmiendo en su cama día tras día, sigue siendo una buena forma de promover un tipo de conducta responsable y sensata.
Sin embargo, ocurre que desde una perspectiva colectiva hemos perdido el sentido de la realidad y nuestra disposición de natural temerosa ha sido manipulada de manera interesada. El personal tiene hoy más miedo, sufre más, con la posibilidad de que su equipo de fútbol baje de categoría que con el hecho contrastado de que el cambio climático altere de manera dramática nuestra capacidad de supervivencia (hemos perdido de manera vergonzosa la oportunidad de Copenhague y nadie muestra el más mínimo miedo por ello). Hay quien tiene más miedo a repetir un vestido en una fiesta a que nuestro modo de producción y de vida insostenible ponga en serio peligro las condiciones de vida de las próximas generaciones. El miedo es condicionado a voluntad por quienes tienen los medios para ello: ¡que viene la izquierda! ¡que viene la derecha! ¡que aquella pandemia es la definitiva! ¡que aquel dictador tiene armas de destrucción masiva y amenaza nuestra capacidad de llenar el carrito en el supermercado todos los días! Etc. Lo que tenemos que preguntarnos en estos casos es de dónde viene este miedo de nuevo cuño y a quién beneficia.
En este mundo al revés nuestro, aquello que de verdad debería dar temor no le quita el sueño a más de tres. El político medio de nuestro tiempo tiene dos miedos fundamentales: perder votos y no ser incluido en la próxima lista electoral. Por esto mismo poco podemos esperar de él a la hora de poner un poco de orden en la lista de miedos colectivos. Sólo una ciudadanía formada e informada será cada vez más dueña de miedos que verdaderamente valgan la pena.
Me temo que somos una especie altamente idiota, apoyaticia, perezosa, abocada a una mutación o a la destrucción. Los profes nos sentimos impotentes porque el porcentaje de la ciudadanía informada no aumenta, más bien lo contrario. Se nota que hoy "voy de realista desgarrada". Es para acompañar a Haití en el sentimiento.
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