José Saramago, ateo confeso, autor del “Evangelio según Jesucristo”,
que le valiera su autoexilio de Portugal, tenía una pequeña escultura de una Piedad
a la entrada de su casa de Lanzarote. Cuando le preguntaban por la supuesta
contradicción que eso suponía respondía que él veía ahí una magnífica
representación del sufrimiento humano. Podríamos aplicar esta misma idea al
conjunto de la Semana Santa, por ejemplo. Podríamos convertirla en un espacio
para reflexionar sobre algunos universales de la condición humana: la entrega, la
compasión, la traición, la injusticia, el dolor, la esperanza, la muerte… y,
finalmente, el triunfo del amor. Podría ser una magnífica oportunidad para
rearmarnos moral y anímicamente respecto a las tragedias de nuestro tiempo: la
inhumana situación de los refugiados, la pobreza, la desigualdad, la vida miserable
y degradada a la que nos arroja este sistema antipersona. Mil y un dramas de
nuestro mundo. Sin embargo, la cosa ha quedado, desde hace tiempo ya, en un inmenso
postureo, un desfile de entorchados, oropeles, impostada solemnidad, en otra ocasión
para ver y dejarse ver, de narcisismo hipócrita, en una constricción sin esencia ni referente, un episodio
más de la necesidad del individuo de identificarse con lugares, imágenes, celebraciones
y colectividades que, en sí mismo, no difiere mucho de la cosa futbolística. Si
a Jesucristo le diera por dejarse caer de nuevo por estos lares a buen seguro
que hoy estaría detrás de una valla de concertinas en un inmundo campo de
refugiados o en una infinidad de sitios miserables antes que a hombros de un
trono repujado en oro. Mientras, sus supuestos seguidores, aquellos que dicen
ser herederos del mensaje de los desposeídos, se afanan hoy por mostrar sus
mejores galas para celebrar la muerte y resurrección de un rebelde que murió cruelmente
ajusticiado, pobre y abandonado por la gran mayoría de quienes unos días antes
cantaban aquello de “¡Hosanna!”. Tal como hoy en día.
La inocencia del devenir
Idas y venidas de un profesor de Filosofía
lunes, 21 de marzo de 2016
sábado, 20 de febrero de 2016
El intenso eco de Umberto Eco
Umberto Eco era casi como el pan nuestro de cada día, una
figura, de alguna manera, siempre presente en el crecimiento intelectual de
muchísima gente. Mi primer contacto con su obra no fue en relación a su reconocidísima
dimensión como semiótico, sino a sus trabajo sobre el psicoanálisis y la
estética, dos cosas que en mis años universitarios me interesaban sobremanera.
Y como estudiante, ¿quién no se empapó su “Cómo se hace una tesis”? Aunque solo
fuese por eso la influencia de Eco en el alumnado universitario ya habría sido
notable. Además, nos legó un concepto dialéctico que hizo furor en su día a la
hora de acercarnos a la crítica de la cultura occidental y que sigue siendo una
referencia ineludible: “Apocalípticos e integrados” (y por supuesto, dado que
había que posicionarse, ya desde entonces me reconocí como apocalíptico,
faltaría más). Precisamente, su condición de crítico cultural, en su más amplia
acepción, y su carácter casi enciclopédico, dotaban a Eco de una autoritas indiscutible. En sus últimos
años, innumerables lectores suyos disfrutamos y nos reconocimos en su activismo a la
hora de defender una idea de la Cultura alejada de la chabacanería rampante y
de la estupidización muchas veces inherente al triunfo arrollador de la
tecnología de la información. Su defensa del libro de papel y su condición de bibliófilo
irredento (llegó a atesorar una valiosísima biblioteca de más de 80.000
ejemplares) representaba para algunos algo similar al Faro de Alejandría. Como
novelista poco se puede añadir, dada que fue su faceta más conocida y popular.
Yo fui de los que me acerqué al “Nombre de la rosa” primero por la película
dirigida por Jean-Jacques Annaud, he de reconocerlo. Y, después de adentrarme
en el libro, hay que admitir que estamos antes esos escasos episodios en el que
es tan magistral la adaptación cinematográfica como la novela original. Sin
embargo, confieso que no pude terminar “El péndulo de Foucault”. Me pareció que
pecaba de un exceso de erudición que terminaba por sepultar a la novela. Tengo
a medias “El cementerio de Praga”, en cola de lectura “Baudolino” y mucho
interés por “Número Cero”. Como no podía ser de otra forma, un medievalista
como Umberto Eco tenía que encontrar muchas concomitancias con el carácter de
nuestro tiempo, cuestión esta que me interesa también enormemente. Con todo, si
hay un libro cuya lectura me ha producido más placer en los últimos años ha sido
“Nadie acabará con los libros”, un texto a modo de conversación con otro de los
grandes intelectuales de nuestro tiempo, Jean Claude Carriere. En este género
singular (igual que hiciera con el cardenal Carlo María Martini en “¿En qué
creen los que no creen?”) Eco se desenvuelve con una acreditada solvencia, como
el filósofo ilustrado que siempre fue. Y con el libro como pretexto termina, a
mi juicio, haciéndonos partícipes de una especie de legado intelectual: el de
ser testigos y filtros de lo mejor de nuestra cultura en trance de
desaparición. Es una lástima que ya no podamos estar al quite de la última de
las aventuras intelectuales del escritor turinés, de sus innumerables
inquietudes, de su presencia mediática, mesurada y radical al mismo tiempo. A
cambio, nos deja una vasta obra en la que queda tela que cortar. El eco de Eco
resonará todavía durante mucho tiempo.
sábado, 13 de febrero de 2016
La motivación política de la derecha.
Al calor de la que está cayendo uno
se pregunta cuál puede ser la motivación que anida en cualquier militante de base
de un partido de derechas, al menos del hasta ahora hegemónico en este país.
¿Un ideal basado en las supuestas virtudes de la economía liberal?, ¿una visión
tradicional y conservadora del mundo?, ¿un “arriba España”?, ¿un
nacionalcatolicismo de graduación variable? Cualquiera de estas posibles
motivaciones, o una combinación de ellas, ha quedado empañada por una
constatación que parece inapelable: la derecha se ha revelado como una máquina
de saqueo y latrocinio sistemática. Hoy por hoy, resulta difícil entender a un militante
o aspirante a serlo que sea capaz de obviar el pozo de corrupción sin límites
en la que se ha metido desde hace tiempo la derechona nacional, a no ser que
sufra de un bloqueo cognitivo generalizado. La cuestión de fondo es que, por si
no quedaba todavía claro, el objetivo de esta opción política no es otro que
los negocios (los suyos). Y los negocios solo entienden de cuenta de
resultados. Por muchas milongas que nos cuenten aquí no se trata de palabras
grandilocuentes como “Libertad”, “Religión” o “España”. Se trata de asaltar los
recursos públicos, legislar para los amiguetes, plegarse a las grandes
corporaciones para hacerse luego con el terrón de azúcar, sacrificar a las
personas en el altar de la bolsa, tergiversar la memoria colectiva, negarles un
futuro digno a las generaciones
venideras... La consecuencia de todo esto es la corrupción, que nos acerca cada
día más a Zimbaue y menos a una democracia madura y consolidada, y la
precariedad de grandes sectores de la sociedad. Como dijo un preboste de la
derecha hace muy poco, en un arranque de cinismo propio de esta gente: “la
desigualdad crea riqueza” (la suya, le faltó decir). Visto el panorama, resulta
incomprensible que personas de buena voluntad (que las hay) todavía piensen que
la derechona patria es una opción política válida o que militantes honrados no
rompan su carné del partido en las narices del secretario general de turno. Al
final, no puedo dejar de pensar que los aspirantes y los que permanecen en las entrañas
de este monstruo desbocado no son sino más de lo mismo, postulantes a ocupar un
puesto en la máquina de robar o a recibir alguna de las migajas que pueda caer
desde arriba. Cómplices de lo que está pasando, lisa y llanamente.
martes, 19 de enero de 2016
Política emocional
La izquierda ha llegado, por fin,
a la conclusión de que, como en todos los ámbitos de la vida humana, la
política también es una cosa emocional. Reconozco que a uno, de igual modo, le
ha costado aceptarlo. Sobre todo porque hasta hace nada estaba convencido de
que los datos, las estadísticas, los hechos hablaban por sí mismos y que para
eso bastaba oído y un poco de entendederas. La izquierda siempre pensó que la
revolución era una cuestión de toma de conciencia (racional) de la realidad por
parte de las clases oprimidas. Sabiendo que eso era un peligro para el orden
establecido, las oligarquías planetarias desarrollaron en las últimas décadas
el mayor sistema de alienación de masas conocido. Qué va a ser más importante:
¿la próxima expulsión de Gran Hermano o el hecho de que, como acaba de anunciar
Oxfam, el uno por ciento de la población concentre más riqueza que la mayor
parte de la humanidad entera? ¿Acaso llama más a la movilización la constatación
de que vivimos en un sistema de robo y corrupción generalizada o la antesala de
un Madrid-Barça? Ante este estado de cosas la nueva generación de izquierdosos
postmodernos, con muy buen tino, pone el acento en las rastas y coletas, las
proclamas que apelan a los sentimientos, la asistencia a programas de televisión
que horrorizarían a los antiguos y adustos patriarcas de los partidos clásicos,
buscan elementos de rebeldía e identificación, se reúnen en plazas y corean
consignas, viejas y nuevas, tuitean a
mansalva con el efecto buscado de generar estados de ánimo y de opinión, ponen
en valor a personas que hasta hace poco ni hubieran pensado que podrían estar
representando a innumerables conciudadanos. Al mismo tiempo, sueltan encima de
la mesa medidas y demandas que chocan de frente con las políticas neoliberales,
atacan al sistema de privilegio de las castas dominantes y realizan gestos y
acciones con una enorme carga simbólica. A esto unos lo llaman populismo y en
realidad es política emocional. Lo que pasa es que las emociones también deben
manejarse con tino y mesura, so pena de generar saturación y desbordamiento y,
a la postre, anulación del efecto que se buscaba. La consecuencia, en todo
caso, se refleja en la posibilidad, por primera vez desde tiempos inmemoriales,
de activar políticas transformadoras, en dar voz a los sin voz y en poner cerco
al sistema de latrocinio generalizado que lleva echando humo desde los tiempos
en que el viejo dictador pescaba salmón. Hay que seguir muy atentos la jugada,
sí señor.
jueves, 14 de enero de 2016
El Congreso de los descamisados.
Hubo un tiempo, no muy lejano, en
el que rodear el Congreso se convirtió en un desafío en toda regla al entramado
político al mando. Los manifestantes acudían de plazas y descampados, se
constituían en mareas, plataformas y colectivos de lo más variopinto y, sobre
todo, perdían el miedo día a día, después de tener que soportar las
consecuencias de una estafa en forma de crisis a las que otros, los de siempre,
parecían inmunes. Una cosa que se les reprochaba es que no representaban a
nadie, en todo caso a sí mismos. No se habían presentado a unas elecciones, no
tenían la legitimidad necesaria y, por supuesto, carecían del mínimo de
legalidad que amparara tanto descaro. Pues bien, la legión de descamisados,
golpeados por la crisis, indignados en cualquier grado y condición, ya tienen
su cuota de representación y han entrado por la puerta grande en la sede de la
soberanía nacional, ciudadana o popular (o como se la quiera llamar). De hecho,
hoy puede decirse que el Congreso de los Diputados se encuentra en el punto más
alto de su historia en cuanto a su índice de reflejo de la realidad social de
este país. Aparte de un 40% de mujeres, una significativa rebaja de la edad
media de sus señorías, podemos observar a personas de andar por la calle (o en
bicicleta, que tanto da), con sus pelambreras, ropajes y circunstancias. El
caserón de la calle de San Jerónimo, tradicional brazo político del poder
económico y financiero español, hoy es un poco más del estudiante, del parado,
de la humilde trabajadora que debe desprenderse de su hijo lactante para no
perder su puesto de trabajo, de los inmigrantes, de los discapacitados, de los
que apenas llegan a fin de mes, de los estafados, de los que jamás han visto
los brotes verdes de ninguna clase, de los que no pueden pagar la luz, de los
desahuciados y un largo etcétera. Es normal que la clase política encorbatada,
acostumbrada a tarjetas blacks y sobresueldos en pasta contante y sonante y en
especie, los que antes usaban gomina y hoy se sueltan el pelo, los que pensaban
que en el orden natural de las cosas ellos eran los únicos llamados a mandar,
es normal, repito, que estén muy preocupados. Algo empieza a cambiar. Algunos
han perdido su escaño en manos de descamisados y greludos, en manos de gente
extraña, desconocida, en manos de gente sencilla, inesperada y silenciada.
¡Tremendo atrevimiento!
viernes, 8 de enero de 2016
El avance inapelable del Mundo Cutrelux.
¿No querían algunas pruebas
definitivas e incontestables del apocalipsis cultural en el que estamos metidos
hasta las cejas? Aquí las tienen: Belén
Esteban, una de las “escritora” de más ventas en los últimos años; el Pequeño Nicolás, excrecencia nacional
de última hora, contratado para el Gran Hermano VIP ganando 3.000 euros al día;
Bertín Osborne a la cabeza de los
índices de audiencia en 2015. Aterrador
¿no es verdad? Cuando cien mil personas abonan una pasta por hacerse con el tan
preciado tesoro bibliográfico de la Esteban, lleno de vivencias enriquecedoras
y ejemplificantes, en las que puede uno reconocerse en su condición humana,
cuando millones de individuos emplean una parte considerable de su tiempo en
las aventuras del pícaro jovencito o el señorito andaluz sempiterno, es que ya
no hay cama para tanta gente. Si pensamos que esas personas no están solas, que
tienen un entorno de familiares, amigos y vecinos con los que la mayoría de las
veces se comparte una cosmovisión muy aproximada entonces creo que es mejor ir
recogiendo los bártulos y meterse de lleno con aquel curso semiabandonado de
danés urgente. Estos datos apocalípticos no pueden despacharse con un sencillo
“es cuestión de gustos” o con una apelación al puro entretenimiento. Para
gustos o entretenimiento la panoplia de opciones en absoluto dañinas para la
estructura neuronal y la conciencia moral del personal es enorme. Pero que haya
una fatal coincidencia en que personajes como estos son los superstar cuyas cuitas hay que seguir día
sí y al otro también es la evidencia de que el Homo Sapiens ha llegado, en
alguna de sus variantes, a un terrible callejón sin salida. ¿Qué se ha hecho
mal, entonces? ¿No estábamos antes las generaciones mejor educadas de la
historia? ¿La sociedad del conocimiento, las autopistas de la información, no
auguraban una nueva Ilustración? ¿La extensión de la ciencia, del pensamiento
crítico, no nos iba a permitir por fin desechar lo nocivo para quedarnos con lo
beneficioso? ¿Representan Belén Esteban, el Nicolás de las narices y el Osborne
pura cepa el ser humano nuevo, emancipado, que el pensamiento sesentayochista
auguraba para las décadas venideras? ¿Será que somos los que nos resistimos a
caer en el hoyo de la chabacanería más rancia los que estamos absolutamente
equivocados?
martes, 5 de enero de 2016
Bienvenidas, Reinas Magas.
Hay que repasar de nuevo la cosa
de los mitos. Siguiendo a Claude Levi
Strauss, celebérrimo antropólogo, los mitos albergan una estructura
profunda y manifiestan el ambiente cultural en el que surgen. Sin embargo, no
son verdades reveladas, solo (y no es poco) una visión del mundo donde cada
cultura trata de conjurar su angustia y obtener un universo de sentido. Los
mitos son relatos y como tales podemos hacer con ellos un número indeterminado
de interpretaciones, sobre todo, si tomamos conciencia de su carácter narrativo
y en absoluto sagrado (al menos para una cultura postmetafísica como la nuestra). Si esto no fuera así nos hubiéramos perdido
reelaboraciones fantásticas como “La última tentación de Cristo”, de Nikos Kazantzakis; el musical
Jesucristo Superstar, la película “Yo te saludo, María”, de Godard o “El evangelio según Jesucristo”,
novela que le costara el exilio a José
Saramago y que, a la postre, nos lo trajo a Lanzarote. Todas ellas fueron
reinterpretaciones “provocadoras” y heterodoxas en su momento y constituyen hoy
en día hitos de nuestro patrimonio cultural. Traigo esto a colación por la
absurda polémica respecto a las Reinas Magas que, “refrendadas” por el Papa Francisco, han saltado a la
palestra últimamente en Madrid, Valencia y otras localidades. Nuevamente surge
el rasgado de vestiduras por quienes consideran un crimen de lesa humanidad
contra la infancia que uno o varios reyes magos hayan transmutado en reinas,
como si tal cosa no pudiera ser potestad de unos seres prodigiosos que son
capaces de hacerse visibles simultáneamente en miles de sitios y repartir millones de juguetes en un par de horas por todo el orbe cristiano.
Hay quienes imaginan a los pequeñajos desconcertados, descreídos, desertando de
la magia de la Navidad al mismo tiempo que el mundo termina convirtiéndose en
un funeral al son de “La muerte no es el final” y donde la chiquillada ya no se
“porta bien” porque la cosa de los reyes ha dejado de ser creíble. Que en esta
libre reinterpretación de los mitos en algunos lugares opten por visibilizar reinas
magas, lejos de ser el fin de los tiempos, puede ser una preciosa oportunidad
para avanzar en un mundo diferente. El nuestro no puede seguir siendo una
sociedad anclada en mitos milenarios que expresan solo la forma de pensar de
pueblos de pastores nómadas y monoteístas que habitaron Oriente Próximo hace
miles de años. Deben ser relatos debilitados (como dirían los postmodernos) que
cumplan, a la par, una función mucho más potente en cuanto que expresión de una
sociedad que quiere avanzar en el camino de la justicia y en el que la mujer,
en este caso, no es solo la convidada de piedra a la que estamos acostumbrados.
Así que ¡bienvenidas, Reinas Magas!
domingo, 3 de enero de 2016
Mundo ruido
Cada vez se me hace más duro
estar en un local donde el nivel de decibelios de la música ambiente se funde
con las decenas de gargantas que gritan y, si se trata de una cafetería, con la
odiosa máquina de moler el café o la de hacer batidos. Solo un zombi puede
aguantar ese nivel de ruido. O la marchona demoledora que ponen muchas tiendas
de ropa para que el personal compre a ritmo de chunga chunga. Por no hablar de los cines, donde los graves de las
explosiones y demás pirotecnia cinematográfica te pueden hacer saltar el hígado
por los aires. Y qué decir de las guaguas que pasan a medio metro de uno en el
momento justo de acelerar metiéndote, de propina, una descarga de humo asqueroso directo a los
ojos. Cómo soportar al que tiene la inaguantable costumbre de hablarte gritando
cuando apenas está a un palmo de tu cara. Vivimos en un mundo de ruido, de
gritos, de sobrepresión sonora. Constituye una parte importante de este
escenario desquiciado en el que habitamos y al que, hay que reconocerlo, a más
de uno le parece música celestial. Por esto mismo, el silencio, en cuanto que
bien absolutamente escaso, se ha vuelto un lujo asiático, la mejor medicina
contra la locura de nuestro tiempo. Pero es una medicina que debe administrarse
con precaución a los enfermos. En alguna ocasión, he intentado hacer el
ejercicio de “escuchar el silencio” con mi alumnado y no son raros los
episodios de ansiedad y nerviosismo que se producen. Es natural. Eliminar de
repente gritos y ruidos, golpes y estruendo, eliminar esa densidad sonora y
descubrir un mundo de sosiego puede producir vértigo. Descubrir que en uno
habita un corazón que palpita o que en la lejanía se oye el ladrido de un perro
puede suponer para muchos una experiencia desconcertante. Qué cosas y qué
ejemplo de lo insalubre de este mundo.
viernes, 1 de enero de 2016
Agrupémonos en la lucha final.
¿Dónde están los últimos lectores?, ¿dónde aquellos que han roto con la telaraña del consumismo?, ¿los que se ríen de la propaganda del gobierno y de las corporaciones financieras?, ¿los que arrojaron el traje de smoking al contenedor de reciclaje?, ¿los que aborrecen el famoseo, el cutrelux y la globalización futbolera?, ¿los que oyen a Mahler o a Deep Purple casi en secreto? En estos tiempos postreros ha llegado el momento de agruparse en la lucha final contra el avance generalizado de la estupidez. Ya no podemos mantener aquella consideración marxista de que la única ventaja del proletario es que son más. Hoy el proletariado ha sido cautivo y desarmado y quienes hacen girar sus vidas en torno a la última expulsión de Gran Hermano o el partido de liga de turno sí que son más, inmensamente más. Lo que toca es resistir, a pesar de que este infinitivo sea cuestionado por quienes piensan que el secreto de la vida es adaptarse, fluir según el sentido de la corriente, abandonarse al triunfo del pensamiento dominante. Vivimos en un tiempo de descuento, en una época del fin que podría llegar a ser, incluso, el fin de todas las épocas. Hace falta una ética del final, una actitud de rescate de todo lo bueno que, a pesar de todo, hemos ido acumulando; una visión distante, casi cínica, del acontecer. Y al mismo tiempo mucho sentido del humor, mucha alegría dionisiaca para afrontar esta fase última del despliegue de la tontuna humana que amenaza con llevarse todo por delante. La capacidad del ser humano para huir de sí mismo es casi infinita, para mirar para otro lado mientras se incendia Roma, para ensuciar el plato en el que come. Aunque somos cada vez más escépticos sobre la posibilidad de que otra humanidad esté por aparecer debemos actuar como si esta fuera una condición necesaria e inevitable.
Con esta declaración urgente de
intenciones reactivamos La inocencia del devenir un par de años después, con la
esperanza de que sea uno de tantos lugares donde los últimos anacoretas puedan
felizmente encontrarse.
jueves, 10 de enero de 2013
¿Trabajadores de la banca?
Oigo en la TV que los numerosos empleados
de Bankia que corren el riesgo de ser despedidos protagonizan una manifestación
y un conjunto de medidas de protesta contra esa decisión de los mandamases del
banco y demás depredadores. Supongo que en la medida en que visibilizan su
protesta querrán arrancar algún gesto de solidaridad o al menos de comprensión
ante su situación personal del conjunto de la ciudadanía. Curiosa situación
esta. Me imagino a uno de estos empleados, algún director de oficina, por
ejemplo (que tan poco es para tanto en el organigrama de esos dinosaurios
financieros), tramitando un expediente de desahucio o desviando los escasos
ahorros de un abuelo hacia un fondo de inversiones agresivo y de dudosa
fiabilidad. ¿Debemos ser solidarios con estas personas?, ¿debemos acudir al
sainete aquel de la “obediencia debida” de aire tan rancio?, ¿son al fin y al
cabo trabajadores como cualquier otro a los que no les queda más remedio, por
mor de la cuenta de resultados del banco y del reparto de dividendos entre
accionistas y consejo de administración, que activar fielmente los
procedimientos de ejecución de embargo y desahucio? Interesante dilema. ¿Se
imaginan a estos empleados, o a uno solo de ellos, negándose a dejar a una
familia en la calle?, ¿objetando a esta medida? ¿No acudiríamos prestos muchos
ciudadanos en auxilio de un empleado de la banca que fuera puesto en la calle
por haber denunciado ciertas prácticas inhumanas? No sé por qué me cuesta
sentir un poco de cercanía con esta gente. Debe ser que soy poco dado a estas
cosas del mundo financiero.
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