La izquierda ha llegado, por fin,
a la conclusión de que, como en todos los ámbitos de la vida humana, la
política también es una cosa emocional. Reconozco que a uno, de igual modo, le
ha costado aceptarlo. Sobre todo porque hasta hace nada estaba convencido de
que los datos, las estadísticas, los hechos hablaban por sí mismos y que para
eso bastaba oído y un poco de entendederas. La izquierda siempre pensó que la
revolución era una cuestión de toma de conciencia (racional) de la realidad por
parte de las clases oprimidas. Sabiendo que eso era un peligro para el orden
establecido, las oligarquías planetarias desarrollaron en las últimas décadas
el mayor sistema de alienación de masas conocido. Qué va a ser más importante:
¿la próxima expulsión de Gran Hermano o el hecho de que, como acaba de anunciar
Oxfam, el uno por ciento de la población concentre más riqueza que la mayor
parte de la humanidad entera? ¿Acaso llama más a la movilización la constatación
de que vivimos en un sistema de robo y corrupción generalizada o la antesala de
un Madrid-Barça? Ante este estado de cosas la nueva generación de izquierdosos
postmodernos, con muy buen tino, pone el acento en las rastas y coletas, las
proclamas que apelan a los sentimientos, la asistencia a programas de televisión
que horrorizarían a los antiguos y adustos patriarcas de los partidos clásicos,
buscan elementos de rebeldía e identificación, se reúnen en plazas y corean
consignas, viejas y nuevas, tuitean a
mansalva con el efecto buscado de generar estados de ánimo y de opinión, ponen
en valor a personas que hasta hace poco ni hubieran pensado que podrían estar
representando a innumerables conciudadanos. Al mismo tiempo, sueltan encima de
la mesa medidas y demandas que chocan de frente con las políticas neoliberales,
atacan al sistema de privilegio de las castas dominantes y realizan gestos y
acciones con una enorme carga simbólica. A esto unos lo llaman populismo y en
realidad es política emocional. Lo que pasa es que las emociones también deben
manejarse con tino y mesura, so pena de generar saturación y desbordamiento y,
a la postre, anulación del efecto que se buscaba. La consecuencia, en todo
caso, se refleja en la posibilidad, por primera vez desde tiempos inmemoriales,
de activar políticas transformadoras, en dar voz a los sin voz y en poner cerco
al sistema de latrocinio generalizado que lleva echando humo desde los tiempos
en que el viejo dictador pescaba salmón. Hay que seguir muy atentos la jugada,
sí señor.
martes, 19 de enero de 2016
jueves, 14 de enero de 2016
El Congreso de los descamisados.
Hubo un tiempo, no muy lejano, en
el que rodear el Congreso se convirtió en un desafío en toda regla al entramado
político al mando. Los manifestantes acudían de plazas y descampados, se
constituían en mareas, plataformas y colectivos de lo más variopinto y, sobre
todo, perdían el miedo día a día, después de tener que soportar las
consecuencias de una estafa en forma de crisis a las que otros, los de siempre,
parecían inmunes. Una cosa que se les reprochaba es que no representaban a
nadie, en todo caso a sí mismos. No se habían presentado a unas elecciones, no
tenían la legitimidad necesaria y, por supuesto, carecían del mínimo de
legalidad que amparara tanto descaro. Pues bien, la legión de descamisados,
golpeados por la crisis, indignados en cualquier grado y condición, ya tienen
su cuota de representación y han entrado por la puerta grande en la sede de la
soberanía nacional, ciudadana o popular (o como se la quiera llamar). De hecho,
hoy puede decirse que el Congreso de los Diputados se encuentra en el punto más
alto de su historia en cuanto a su índice de reflejo de la realidad social de
este país. Aparte de un 40% de mujeres, una significativa rebaja de la edad
media de sus señorías, podemos observar a personas de andar por la calle (o en
bicicleta, que tanto da), con sus pelambreras, ropajes y circunstancias. El
caserón de la calle de San Jerónimo, tradicional brazo político del poder
económico y financiero español, hoy es un poco más del estudiante, del parado,
de la humilde trabajadora que debe desprenderse de su hijo lactante para no
perder su puesto de trabajo, de los inmigrantes, de los discapacitados, de los
que apenas llegan a fin de mes, de los estafados, de los que jamás han visto
los brotes verdes de ninguna clase, de los que no pueden pagar la luz, de los
desahuciados y un largo etcétera. Es normal que la clase política encorbatada,
acostumbrada a tarjetas blacks y sobresueldos en pasta contante y sonante y en
especie, los que antes usaban gomina y hoy se sueltan el pelo, los que pensaban
que en el orden natural de las cosas ellos eran los únicos llamados a mandar,
es normal, repito, que estén muy preocupados. Algo empieza a cambiar. Algunos
han perdido su escaño en manos de descamisados y greludos, en manos de gente
extraña, desconocida, en manos de gente sencilla, inesperada y silenciada.
¡Tremendo atrevimiento!
viernes, 8 de enero de 2016
El avance inapelable del Mundo Cutrelux.
¿No querían algunas pruebas
definitivas e incontestables del apocalipsis cultural en el que estamos metidos
hasta las cejas? Aquí las tienen: Belén
Esteban, una de las “escritora” de más ventas en los últimos años; el Pequeño Nicolás, excrecencia nacional
de última hora, contratado para el Gran Hermano VIP ganando 3.000 euros al día;
Bertín Osborne a la cabeza de los
índices de audiencia en 2015. Aterrador
¿no es verdad? Cuando cien mil personas abonan una pasta por hacerse con el tan
preciado tesoro bibliográfico de la Esteban, lleno de vivencias enriquecedoras
y ejemplificantes, en las que puede uno reconocerse en su condición humana,
cuando millones de individuos emplean una parte considerable de su tiempo en
las aventuras del pícaro jovencito o el señorito andaluz sempiterno, es que ya
no hay cama para tanta gente. Si pensamos que esas personas no están solas, que
tienen un entorno de familiares, amigos y vecinos con los que la mayoría de las
veces se comparte una cosmovisión muy aproximada entonces creo que es mejor ir
recogiendo los bártulos y meterse de lleno con aquel curso semiabandonado de
danés urgente. Estos datos apocalípticos no pueden despacharse con un sencillo
“es cuestión de gustos” o con una apelación al puro entretenimiento. Para
gustos o entretenimiento la panoplia de opciones en absoluto dañinas para la
estructura neuronal y la conciencia moral del personal es enorme. Pero que haya
una fatal coincidencia en que personajes como estos son los superstar cuyas cuitas hay que seguir día
sí y al otro también es la evidencia de que el Homo Sapiens ha llegado, en
alguna de sus variantes, a un terrible callejón sin salida. ¿Qué se ha hecho
mal, entonces? ¿No estábamos antes las generaciones mejor educadas de la
historia? ¿La sociedad del conocimiento, las autopistas de la información, no
auguraban una nueva Ilustración? ¿La extensión de la ciencia, del pensamiento
crítico, no nos iba a permitir por fin desechar lo nocivo para quedarnos con lo
beneficioso? ¿Representan Belén Esteban, el Nicolás de las narices y el Osborne
pura cepa el ser humano nuevo, emancipado, que el pensamiento sesentayochista
auguraba para las décadas venideras? ¿Será que somos los que nos resistimos a
caer en el hoyo de la chabacanería más rancia los que estamos absolutamente
equivocados?
martes, 5 de enero de 2016
Bienvenidas, Reinas Magas.
Hay que repasar de nuevo la cosa
de los mitos. Siguiendo a Claude Levi
Strauss, celebérrimo antropólogo, los mitos albergan una estructura
profunda y manifiestan el ambiente cultural en el que surgen. Sin embargo, no
son verdades reveladas, solo (y no es poco) una visión del mundo donde cada
cultura trata de conjurar su angustia y obtener un universo de sentido. Los
mitos son relatos y como tales podemos hacer con ellos un número indeterminado
de interpretaciones, sobre todo, si tomamos conciencia de su carácter narrativo
y en absoluto sagrado (al menos para una cultura postmetafísica como la nuestra). Si esto no fuera así nos hubiéramos perdido
reelaboraciones fantásticas como “La última tentación de Cristo”, de Nikos Kazantzakis; el musical
Jesucristo Superstar, la película “Yo te saludo, María”, de Godard o “El evangelio según Jesucristo”,
novela que le costara el exilio a José
Saramago y que, a la postre, nos lo trajo a Lanzarote. Todas ellas fueron
reinterpretaciones “provocadoras” y heterodoxas en su momento y constituyen hoy
en día hitos de nuestro patrimonio cultural. Traigo esto a colación por la
absurda polémica respecto a las Reinas Magas que, “refrendadas” por el Papa Francisco, han saltado a la
palestra últimamente en Madrid, Valencia y otras localidades. Nuevamente surge
el rasgado de vestiduras por quienes consideran un crimen de lesa humanidad
contra la infancia que uno o varios reyes magos hayan transmutado en reinas,
como si tal cosa no pudiera ser potestad de unos seres prodigiosos que son
capaces de hacerse visibles simultáneamente en miles de sitios y repartir millones de juguetes en un par de horas por todo el orbe cristiano.
Hay quienes imaginan a los pequeñajos desconcertados, descreídos, desertando de
la magia de la Navidad al mismo tiempo que el mundo termina convirtiéndose en
un funeral al son de “La muerte no es el final” y donde la chiquillada ya no se
“porta bien” porque la cosa de los reyes ha dejado de ser creíble. Que en esta
libre reinterpretación de los mitos en algunos lugares opten por visibilizar reinas
magas, lejos de ser el fin de los tiempos, puede ser una preciosa oportunidad
para avanzar en un mundo diferente. El nuestro no puede seguir siendo una
sociedad anclada en mitos milenarios que expresan solo la forma de pensar de
pueblos de pastores nómadas y monoteístas que habitaron Oriente Próximo hace
miles de años. Deben ser relatos debilitados (como dirían los postmodernos) que
cumplan, a la par, una función mucho más potente en cuanto que expresión de una
sociedad que quiere avanzar en el camino de la justicia y en el que la mujer,
en este caso, no es solo la convidada de piedra a la que estamos acostumbrados.
Así que ¡bienvenidas, Reinas Magas!
domingo, 3 de enero de 2016
Mundo ruido
Cada vez se me hace más duro
estar en un local donde el nivel de decibelios de la música ambiente se funde
con las decenas de gargantas que gritan y, si se trata de una cafetería, con la
odiosa máquina de moler el café o la de hacer batidos. Solo un zombi puede
aguantar ese nivel de ruido. O la marchona demoledora que ponen muchas tiendas
de ropa para que el personal compre a ritmo de chunga chunga. Por no hablar de los cines, donde los graves de las
explosiones y demás pirotecnia cinematográfica te pueden hacer saltar el hígado
por los aires. Y qué decir de las guaguas que pasan a medio metro de uno en el
momento justo de acelerar metiéndote, de propina, una descarga de humo asqueroso directo a los
ojos. Cómo soportar al que tiene la inaguantable costumbre de hablarte gritando
cuando apenas está a un palmo de tu cara. Vivimos en un mundo de ruido, de
gritos, de sobrepresión sonora. Constituye una parte importante de este
escenario desquiciado en el que habitamos y al que, hay que reconocerlo, a más
de uno le parece música celestial. Por esto mismo, el silencio, en cuanto que
bien absolutamente escaso, se ha vuelto un lujo asiático, la mejor medicina
contra la locura de nuestro tiempo. Pero es una medicina que debe administrarse
con precaución a los enfermos. En alguna ocasión, he intentado hacer el
ejercicio de “escuchar el silencio” con mi alumnado y no son raros los
episodios de ansiedad y nerviosismo que se producen. Es natural. Eliminar de
repente gritos y ruidos, golpes y estruendo, eliminar esa densidad sonora y
descubrir un mundo de sosiego puede producir vértigo. Descubrir que en uno
habita un corazón que palpita o que en la lejanía se oye el ladrido de un perro
puede suponer para muchos una experiencia desconcertante. Qué cosas y qué
ejemplo de lo insalubre de este mundo.
viernes, 1 de enero de 2016
Agrupémonos en la lucha final.
¿Dónde están los últimos lectores?, ¿dónde aquellos que han roto con la telaraña del consumismo?, ¿los que se ríen de la propaganda del gobierno y de las corporaciones financieras?, ¿los que arrojaron el traje de smoking al contenedor de reciclaje?, ¿los que aborrecen el famoseo, el cutrelux y la globalización futbolera?, ¿los que oyen a Mahler o a Deep Purple casi en secreto? En estos tiempos postreros ha llegado el momento de agruparse en la lucha final contra el avance generalizado de la estupidez. Ya no podemos mantener aquella consideración marxista de que la única ventaja del proletario es que son más. Hoy el proletariado ha sido cautivo y desarmado y quienes hacen girar sus vidas en torno a la última expulsión de Gran Hermano o el partido de liga de turno sí que son más, inmensamente más. Lo que toca es resistir, a pesar de que este infinitivo sea cuestionado por quienes piensan que el secreto de la vida es adaptarse, fluir según el sentido de la corriente, abandonarse al triunfo del pensamiento dominante. Vivimos en un tiempo de descuento, en una época del fin que podría llegar a ser, incluso, el fin de todas las épocas. Hace falta una ética del final, una actitud de rescate de todo lo bueno que, a pesar de todo, hemos ido acumulando; una visión distante, casi cínica, del acontecer. Y al mismo tiempo mucho sentido del humor, mucha alegría dionisiaca para afrontar esta fase última del despliegue de la tontuna humana que amenaza con llevarse todo por delante. La capacidad del ser humano para huir de sí mismo es casi infinita, para mirar para otro lado mientras se incendia Roma, para ensuciar el plato en el que come. Aunque somos cada vez más escépticos sobre la posibilidad de que otra humanidad esté por aparecer debemos actuar como si esta fuera una condición necesaria e inevitable.
Con esta declaración urgente de
intenciones reactivamos La inocencia del devenir un par de años después, con la
esperanza de que sea uno de tantos lugares donde los últimos anacoretas puedan
felizmente encontrarse.
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