En estos tiempos en la que la unidad básica de medida son los bit de información nada escapa a su reinado absoluto. La producción músical no ha sido menos. Hubo una época mítica en la que una audición musical que no fuera en directo era también un producto cultural valioso. Muchos recordamos los tiempos del vinilo. Entonces el álbum era en sí mismo un producto único y reconocible, valioso en mayor o menor medida al margen, incluso, de su calidad musical. El artista, el músico, elaboraba un producto integral que iba de la composición al orden de las pistas pasando por el diseño de la portada y del libreto acompañante. Muchos de aquellos discos se convirtieron en iconos artísticos, en piezas de colección, en pequeños tesoros que eran guardados con celo por su propietario. Con el paso al CD la cosa sufrió una apreciable merma. Se ganó, eso sí, en calidad sonora y perdurabilidad pero se perdió empaque y presencia por el camino. Sin embargo, esta última evolución terminó degenerando en la situación actual. La música ha quedado reducida a bit de información que habitan en el ciberespacio, audible pero inaprensible. Con la escusa de la comodidad y de la individualización el formato físico ha terminado por desaparecer. Se lee aquí y allá que el futuro de la producción musical pasa por internet y que el usuario podrá confeccionar sus propias listas de audiciones como de hecho ya hace. Aquellas tiendas de discos han terminado por desaparecer, igual que los videoclub, y dentro de poco hasta las librerías mismas (de esto y de la irrupción del 'libro digital' escribiré más adelante -que los dioses confundan a sus usuarios). Negocios hoy en día ruinosos donde los haya. Para muchos esto es una tendencia inevitable, una concreción más de esta sociedad de la información. Sin embargo, ya se sabe que no todo lo real es racional.
En su día también fui uno de los que arrinconó el viejo tocadiscos fascinado con el nuevo y flamante reproductor de CD. Almacené la vieja colección de vinilos y me entregué en los brazos de la nueva tecnología láser. Ahora, años después, añoro volver a oír aquellos discos que me acompañaron en su día. No he sucumbido al MP3 (o como se llame) ni me ocupo de descargar nada de internet -la SGAE puede estar tranquila conmigo. No padezco, aunque alguien pudiera sospecharlo, de tecnofobia pero tengo aún la manía de 'tocar', almacenar e identificar la música que oigo como parte de un producto material, no virtual. Qué le vamos a hacer.
Tengo la vaga sospecha de que estamos ante un cataclismo cultural en ciernes. No quiero pecar de apocalíptico pero temo que la virtualización de la cultura no va a suponer una extensión y profundización de la misma sino, al contrario, un nuevo avance en la estupidización general. Antiguo que es uno.
En su día también fui uno de los que arrinconó el viejo tocadiscos fascinado con el nuevo y flamante reproductor de CD. Almacené la vieja colección de vinilos y me entregué en los brazos de la nueva tecnología láser. Ahora, años después, añoro volver a oír aquellos discos que me acompañaron en su día. No he sucumbido al MP3 (o como se llame) ni me ocupo de descargar nada de internet -la SGAE puede estar tranquila conmigo. No padezco, aunque alguien pudiera sospecharlo, de tecnofobia pero tengo aún la manía de 'tocar', almacenar e identificar la música que oigo como parte de un producto material, no virtual. Qué le vamos a hacer.
Tengo la vaga sospecha de que estamos ante un cataclismo cultural en ciernes. No quiero pecar de apocalíptico pero temo que la virtualización de la cultura no va a suponer una extensión y profundización de la misma sino, al contrario, un nuevo avance en la estupidización general. Antiguo que es uno.
PD: y sin embargo mantengo un blog, qué cosas.
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