Les adjunto mi última colaboración con la Revista Tangentes. Se trata, en el fondo, de un tema muy veraniego:
No pretendemos hablar aquí de la monarquía. Bueno, quizás de otro tipo de monarquía más festiva. Ahora con el verano asistiremos a un carrusel de coronaciones de reinas de mil fiestas. Detrás de la aparentemente inocente expresión “¡ya tenemos reina!” se esconde una ideología aviesa.
Vaya por delante mis respetos a esa legión de chicas que sueñan con la fama a través de su momentánea coronación y a sus padres que se estremecen con la belleza de sus hijas. Pero quiero lanzar las siguientes cuestiones: ¿hasta qué punto les hemos robado la infancia a los niños? ¿es verdaderamente sano, adecuado para su propia educación, que se las someta al escrutinio de un grupo de adultos que sopesan sus medidas, proporciones, andares y gracias? ¿qué mensaje les estamos dando? ¿qué valores ponemos por encima de otros?
Nos empeñamos en entronizar lo superficial. Desde hace mucho tiempo se considera que las chicas tienen una “tendencia natural” a la coquetería y pasión por el estilismo. En realidad no hacemos otra cosa que condenarlas a desempeñar el rol que tenemos pre diseñadas para ellas. Lo mismo vale para los chicos. No estaría mal, para empezar, que dejáramos de lanzarlos al escenario para competir entre ellos como pequeños gladiadores de nuestro tiempo.
Los papás y las mamás lloran de emoción cuando suena el “Pompa y Circunstancia” (sí, esa musiquilla que se asocia a la coronación) y su hija avanza entre sollozos y gestos de “no puedo creérmelo” para ser designada como próxima reina de las fiestas. Una foto gigante presidirá el salón de casa. Por aquello de la igualdad se han sumado al carrusel la elección del chico más guapo, del míster de turno. Hay que asistir al desfile de muchachos con estudiadas poses de guardaespaldas, pelos pincho, exhaustivas depilaciones y tabletas de chocolate abdominales en sentido creciente. Qué difícil tiene que ser la elección entre tanto clon. Si en la modalidad masculina como femenina se cuela algún despistado o despistada, alguien que no está al nivel por su altura, volumen o rasgos físicos, despierta enseguida la compasión del público. El comentario más benévolo puede ser “pobrecito/a: dejémosle que se haga la ilusión”.
Por otra parte, y como contrapunto a esto, cada vez se hace más complicado extender entre los jóvenes el valor del esfuerzo, la solidaridad o el amor por la cultura ¡qué cosas digo! En cualquier caso no es culpa de ellos. Este mundo en el que viven se lo hemos diseñado los adultos. Esos mismos adultos que cobran a precio de oro una botella de agua en la discoteca porque saben que eso aumenta el efecto de las pastillas o que utilizan como reclamo el cuerpo de unas chicas y promesas de relaciones para atraer al piberío a su local. ¿Les importan los jóvenes? ¡No! Sólo hacer caja. ¿A los programadores de televisión les importan los jóvenes? ¡No! Sólo el nivel de audiencia. ¿A los padres que mandan a sus hijas a los concursos de belleza y a las mil y una elecciones de reinas les importan sus hijas? Seguramente sí. Pero quizás no se han detenido a sopesar las consecuencias.
Francesco Tonucci, quizás el último de los grandes pedagogos vivos, promueve desde hace años un proyecto internacional denominado “La ciudad de los niños”. Plantea, entre otras cosas, repensar la ciudad y las relaciones sociales poniendo como prioridad la protección y la promoción de la infancia. Ahora mismo las ciudades están pensadas sólo desde la perspectiva de los flujos económicos que se dan en ella. Desde este punto de vista todos los agentes sociales, todos los vecinos, deben entenderse como educadores. Acuérdense, además, de aquel proverbio africano que decía que “para educar a un niño hace falta la tribu entera”. La educación de la infancia no es sólo responsabilidad de los padres y los maestros (aunque éstos, sobre todos los primeros, tienen una responsabilidad primordial, claro está) sino de la sociedad entera. Cuando un niño entra en un comercio el tendero tiene una responsabilidad sobre él. Cuando los niños juegan en la calle todos los transeúntes deben velar por su seguridad. Cuando estamos con niños delante todos deberíamos cuidar nuestro lenguaje y nuestras formas si de verdad nos importara la educación de los mismos. Pero, de verdad, ¿ocurre esto? ¡qué bonita utopía “la ciudad de los niños”! ¡cuánto se aleja cada vez que vemos a las candidatas aparecer en el programa de las fiestas!
Vaya por delante mis respetos a esa legión de chicas que sueñan con la fama a través de su momentánea coronación y a sus padres que se estremecen con la belleza de sus hijas. Pero quiero lanzar las siguientes cuestiones: ¿hasta qué punto les hemos robado la infancia a los niños? ¿es verdaderamente sano, adecuado para su propia educación, que se las someta al escrutinio de un grupo de adultos que sopesan sus medidas, proporciones, andares y gracias? ¿qué mensaje les estamos dando? ¿qué valores ponemos por encima de otros?
Nos empeñamos en entronizar lo superficial. Desde hace mucho tiempo se considera que las chicas tienen una “tendencia natural” a la coquetería y pasión por el estilismo. En realidad no hacemos otra cosa que condenarlas a desempeñar el rol que tenemos pre diseñadas para ellas. Lo mismo vale para los chicos. No estaría mal, para empezar, que dejáramos de lanzarlos al escenario para competir entre ellos como pequeños gladiadores de nuestro tiempo.
Los papás y las mamás lloran de emoción cuando suena el “Pompa y Circunstancia” (sí, esa musiquilla que se asocia a la coronación) y su hija avanza entre sollozos y gestos de “no puedo creérmelo” para ser designada como próxima reina de las fiestas. Una foto gigante presidirá el salón de casa. Por aquello de la igualdad se han sumado al carrusel la elección del chico más guapo, del míster de turno. Hay que asistir al desfile de muchachos con estudiadas poses de guardaespaldas, pelos pincho, exhaustivas depilaciones y tabletas de chocolate abdominales en sentido creciente. Qué difícil tiene que ser la elección entre tanto clon. Si en la modalidad masculina como femenina se cuela algún despistado o despistada, alguien que no está al nivel por su altura, volumen o rasgos físicos, despierta enseguida la compasión del público. El comentario más benévolo puede ser “pobrecito/a: dejémosle que se haga la ilusión”.
Por otra parte, y como contrapunto a esto, cada vez se hace más complicado extender entre los jóvenes el valor del esfuerzo, la solidaridad o el amor por la cultura ¡qué cosas digo! En cualquier caso no es culpa de ellos. Este mundo en el que viven se lo hemos diseñado los adultos. Esos mismos adultos que cobran a precio de oro una botella de agua en la discoteca porque saben que eso aumenta el efecto de las pastillas o que utilizan como reclamo el cuerpo de unas chicas y promesas de relaciones para atraer al piberío a su local. ¿Les importan los jóvenes? ¡No! Sólo hacer caja. ¿A los programadores de televisión les importan los jóvenes? ¡No! Sólo el nivel de audiencia. ¿A los padres que mandan a sus hijas a los concursos de belleza y a las mil y una elecciones de reinas les importan sus hijas? Seguramente sí. Pero quizás no se han detenido a sopesar las consecuencias.
Francesco Tonucci, quizás el último de los grandes pedagogos vivos, promueve desde hace años un proyecto internacional denominado “La ciudad de los niños”. Plantea, entre otras cosas, repensar la ciudad y las relaciones sociales poniendo como prioridad la protección y la promoción de la infancia. Ahora mismo las ciudades están pensadas sólo desde la perspectiva de los flujos económicos que se dan en ella. Desde este punto de vista todos los agentes sociales, todos los vecinos, deben entenderse como educadores. Acuérdense, además, de aquel proverbio africano que decía que “para educar a un niño hace falta la tribu entera”. La educación de la infancia no es sólo responsabilidad de los padres y los maestros (aunque éstos, sobre todos los primeros, tienen una responsabilidad primordial, claro está) sino de la sociedad entera. Cuando un niño entra en un comercio el tendero tiene una responsabilidad sobre él. Cuando los niños juegan en la calle todos los transeúntes deben velar por su seguridad. Cuando estamos con niños delante todos deberíamos cuidar nuestro lenguaje y nuestras formas si de verdad nos importara la educación de los mismos. Pero, de verdad, ¿ocurre esto? ¡qué bonita utopía “la ciudad de los niños”! ¡cuánto se aleja cada vez que vemos a las candidatas aparecer en el programa de las fiestas!
Como mujer me han educado para gustar, para ser objeto de deseo, y se me ha enseñado que la clave de mi éxito en la vida es la belleza.
ResponderEliminarLa objetivación del sujeto está pasando poco a poco al plano masculino, aunque sin duda sigue predominando la utilización del cuerpo femenino como reclamo publicitario.
Operaciones estéticas que convierten en monstruos a seres humanos, detrás de ese canon de aberración estética hay toda una serie de intereses económicos. El campo de la cosmética, por su parte, va abriendo mercado a hombres y a niños.
¿Nos daremos cuenta algún día que es enfermizo considerarnos y considerar al resto del mundo como un simple objeto?
¡Cuánto mal han hecho las elecciones de reinas y misses varias! Yo sufrí a la reina de las fiestas del pueblo al que yo acudí al instituto, todo COU a su lado. No sé cómo no acabé peor de lo que estoy...
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