Decía Aristóteles que para ser feliz había que tener,
previamente, algunas necesidades materiales y afectos satisfechos. Y a partir
de ahí pues a cultivar la virtud, la contemplación y esas cosas. Esto parece
una obviedad, pero ¿cuántas personas pueden decir que tienen ese prerrequisito
cubierto y sobre todo con la que está cayendo? Se entiende que a muchas
personas en su lucha diaria por la existencia eso de la felicidad le suene a una
soberana milonga. ¿Es la felicidad un estado mental alejado de cualquier
influencia mundana? Pero, en relación a esta vieja aspiración del
ser humano, el de alcanzar una vida plena y realizada, la cuestión es saber qué
hacer con nuestra existencia precisamente cuando estos requisitos previos, los
materiales al menos, están mínimamente cubiertos. Esta reflexión me viene a la
cabeza después de asistir hace unos días a la presentación por parte del joven
periodista tinerfeño, César Sar, de su largo viaje / odisea particular por el
mundo. César, hace poco más de un año, se lio la manta a la cabeza, dejó su
profesión y sus alforjas materiales y puso en práctica su sueño de toda la
vida. Con las dotes de gran comunicador que le caracteriza exhortó al público a
plantearse precisamente esa necesidad de enfrentarse algún día a los propios
anhelos y deseos insatisfechos.
Al día siguiente hablaba también con una mujer
que dejó su profesión y apostó vital y materialmente por un proyecto que muchos
tildaron de disparatado: poner en funcionamiento una sala de teatro con una
programación estrictamente formativa – cultural. El caso que pese al riesgo de
tamañas empresas ambas personas tienen en común una actitud vital que podríamos
pensar que raya en lo que los griegos llamaban la “eudaimonía”, la búsqueda de
la “Felicidad”. Si de ambos pudiéramos extraer algún tipo de generalización
(aunque sea con una muestra tan pequeña) podríamos decir que la cosa pasa por
tener el control de tu propia vida, por hacer aquello que “estas llamado a
hacer” y por liberarte de esa suerte de miedos, inercias y supuestas
imposibilidades en la que, en realidad, muchas veces nos educan. Por mi parte
solo puedo añadir, en mi modesta experiencia en estos asuntos, que, en efecto,
siempre he pensado que los límites (a pesar de que es muy importante saber que
los tenemos) son muchos más laxos de lo que creemos. Al final es más importante
ponerse en movimiento, aunque no tengamos muchas veces claro el rumbo ni el
destino, que quedarse en la Estación Termini
esperando eternamente a que se abran los cielos. ¡Enhorabuena a ambos,
compañeros!
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