En el mes de abril, el jurado de las Jornadas Maestropasión 2010, patrocinada por la Asociación Recreas (Rincón para el estudio de la creatividad social), tuvo a bien concederme el premio que otorga anualmente. Las jornadas tenían por título “La educación, un acto mágico”. Este es el escrito de agradecimiento que reenvié a dicha organización.
Hace ya unos meses que el jurado de las Jornadas Maestropasión tuvo la ocurrencia de concederme el premio homónimo. Como aprendiz de mago que soy no creo haber hecho aún nada destacado que me haga merecedor de un premio que antes que a mí le ha sido concedido a tres grandes referentes de la educación en Canarias. Pero bueno, aceptando esta curiosa 'conjunción astral' quisiera compartir con ustedes esta pequeña reflexión sobre aquello que nos une: la pasión por la enseñanza. Debo estar aquejado de una seria deformación profesional (con algunos ribetes patológicos) porque considero un deber inexcusable del docente el ejercicio de la reflexión sobre sus procesos y sus fines y, por extensión, los que conciernen al conjunto de la escuela. Curiosamente, en los tiempos que corren, no hay nada más 'a la contra' que la reflexión crítica. Frente a esto abunda lo que Theodor Adorno llamaba 'accionismo': la tendencia a la acción sin reflexión, el pretender que, en el caso de la educación, la cosa se resuelve con medidas ad hoc, con la mera aplicación de reglamentos, criterios y decretos de esto o lo otro, etc. La alergia a la reflexión, al debate, al análisis, no es sino otro signo más del descafeinamiento social que nos aqueja.
La magia está relacionada con lo que difícilmente podemos explicar, con lo inefable, con lo que nos maravilla. Se opone a la lógica y a lo racional. Y ciertamente hay algo de mágico en la educación (con permiso de los racionalistas). Hay dos cuestiones fundamentales en las que percibo esa halo mágico: en el despliegue de la inteligencia y en el proceso de crecimiento. La apertura del alumno al mundo, el desarrollo de su inteligencia entendida como un amplio conjunto de capacidades (y muy relacionada con la sensibilidad) es un fenómeno que a mí, al menos, me fascina. Las preguntas que empieza a hacerse el chico, el lugar que reclama en el mundo, su propio proceso de autoconstrucción, tiene todo ello una dimensión que raya en lo mágico (dado que uno nunca consigue explicarlo del todo). Bien es cierto que cuando esto se trunca, cuando el potencial que cada uno lleva dentro queda bloqueado por mil imponderables, lo mágico se convierte en pura frustración. No siempre el mago tiene a su alcance todos los ingredientes para una buena pócima.
La educación desde los griegos siempre ha consistido en la transmisión cultural que los adultos ejercen sobre los jóvenes. En esta relación hay dos cuestiones fundamentales: el ejemplo y la palabra. Los niños aprenden por lo que ven, por lo que viven y por lo que oyen. Y lo hacen en relación con sus iguales y con los adultos. El problema de la escuela actualmente es que las interferencias en este proceso son apabullantes. La industria del ocio (con intenciones puramente comerciales) ha desplazado a la escuela como agente socializador. Al mismo tiempo los adultos hemos construido un mundo que, como diría Tonucci, es completamente hostil a los niños. Frente a esto lo tenemos ciertamente complicado, hay que reconocerlo. En muchos casos la escuela es la última esperanza del ser humano, el refugio postrero en el que se dilucida la batalla definitiva. Los docentes (al igual que los padres) debemos tener claro que lo primero que mostramos en nuestro quehacer educativo es nuestro propio retrato. Al igual que nos preocupamos por dar nuestra mejor imagen cuando posamos para un fotógrafo algo parecido deberíamos hacer cuando nos ponemos frente a una clase. Nuestra capacidad para ofrecer algo interesante en las clases, para resolver problemas, reconciliar con la vida, cautivar con la propia materia, abrir los sentidos y encauzar las emociones de quienes tenemos delante, etc. es la medida que habla de nosotros como buenos, o no tan buenos, 'magos'.
Resulta ya cansino a estas alturas seguir comprobando que el debate sobre el papel del docente sigue tan estancado como siempre. Hay que tener una cierta capacidad de resignación frente a los que entienden su profesión como el de meros transmisores de un currículum académico en el que ni siquiera han intervenido. El caso es que proyectan un retrato de sí mismos, una visión ideológica del mundo, del que no son, la mayoría de las veces, conscientes. Ciertamente la educación entendida de esta forma tiene mucho de funcionarial y poco de mágica. Y es lo que, a mi juicio, menos necesita nuestro alumnado. El obseso por la programación, el notario metido a profesor, es perfectamente sustituible por una colección de cd interactivos. Ahora bien, el profesor que hace de su materia un vivero de experiencias, que tiene mucho que transmitir porque ha sido mucho lo que ha vivido, que entiende la educación como la expresión máxima de lo humano, ese sí que es insustituible (e impagable).
Un error frecuente, inducido por esa racionalidad instrumental contra la que nos prevenía la Escuela de Frankfort, es la de confundir los medios con los fines. Estamos introduciendo demasiado 'ruido' en el proceso educativo. Nos hemos dejado arrastrar por esos cantos de sirena que confían en que la tecnología, al final, nos salvará. El alumno con problemas los seguirá teniendo igual con un ordenador portátil delante o frente a una pizarra digital. Otra cosa es que caigamos también en la trampa de que el objetivo de la educación es mantener entretenido al personal, para eso la tecnología sí que tiene un potencial inigualable. Esta confusión relega al profesor a la condición de 'monitor', 'operador de sistemas' y poco más. Nos hace completamente prescindibles (y hay quien piensa que no sería mala idea). Al contrario, hoy más que nunca, debemos reivindicar la figura del maestro como una referencia esencial en la formación de la persona y del ciudadano. No debemos caer en la tecnofobia pero tampoco en la ingenuidad de creer que la tecnología será la receta que acabe con todos los males que nos atormentan.
Frente a todo esto debemos reivindicar lo 'artesanal' en la educación. Lo artesano es lo que se hace con las manos, lo que está muñido a pequeña escala, lo que se cuece a fuego lento (como todas las buenas pócimas). Lo artesano se opone a lo industrial, a lo mecánico y repetitivo. Lo artesano va dirigido a la persona, lo industrial al consumidor, al cliente desprovisto de una identidad propia. La educación seriada y despersonalizada es la marca distintiva de los regímenes totalitarios. Un mago de la educación no se hace en una fábrica, se hace en un pequeño taller, en contacto con otros magos que le transmiten los arcanos del oficio. En este sentido, lo mejor que puedo decir de mí es que tuve algunos buenos maestros, algunos magos excepcionales que se cruzaron en mi vida. Algunos lo fueron incluso sin saberlo. Porque siempre me preocupó agudizar bien los oídos y empaparme de aquellos que tenían mucho que contar. Aprendí también de algunos alumnos que me devolvieron más de lo que yo les pude enseñar. Procuré y procuro apurar este regalo de la existencia que nos ha sido concedido por esta particular evolución del universo e interpretarla, según mi perspectiva, con los alumnos que el azar hizo que coincidiéramos. Aprendí mucho y bien de los libros que siempre me acompañaron y de todo aquello que me asombró y me hizo menos imbécil.
Un premio como éste se convierte en un compromiso más con esta tarea que es a la vez pasión y tragedia, vocación y destino; es una alianza renovada con esta compañera fiel -pero difícil- que es la enseñanza, un nuevo sortilegio que sumar a los anteriores.
Hace ya unos meses que el jurado de las Jornadas Maestropasión tuvo la ocurrencia de concederme el premio homónimo. Como aprendiz de mago que soy no creo haber hecho aún nada destacado que me haga merecedor de un premio que antes que a mí le ha sido concedido a tres grandes referentes de la educación en Canarias. Pero bueno, aceptando esta curiosa 'conjunción astral' quisiera compartir con ustedes esta pequeña reflexión sobre aquello que nos une: la pasión por la enseñanza. Debo estar aquejado de una seria deformación profesional (con algunos ribetes patológicos) porque considero un deber inexcusable del docente el ejercicio de la reflexión sobre sus procesos y sus fines y, por extensión, los que conciernen al conjunto de la escuela. Curiosamente, en los tiempos que corren, no hay nada más 'a la contra' que la reflexión crítica. Frente a esto abunda lo que Theodor Adorno llamaba 'accionismo': la tendencia a la acción sin reflexión, el pretender que, en el caso de la educación, la cosa se resuelve con medidas ad hoc, con la mera aplicación de reglamentos, criterios y decretos de esto o lo otro, etc. La alergia a la reflexión, al debate, al análisis, no es sino otro signo más del descafeinamiento social que nos aqueja.
La magia está relacionada con lo que difícilmente podemos explicar, con lo inefable, con lo que nos maravilla. Se opone a la lógica y a lo racional. Y ciertamente hay algo de mágico en la educación (con permiso de los racionalistas). Hay dos cuestiones fundamentales en las que percibo esa halo mágico: en el despliegue de la inteligencia y en el proceso de crecimiento. La apertura del alumno al mundo, el desarrollo de su inteligencia entendida como un amplio conjunto de capacidades (y muy relacionada con la sensibilidad) es un fenómeno que a mí, al menos, me fascina. Las preguntas que empieza a hacerse el chico, el lugar que reclama en el mundo, su propio proceso de autoconstrucción, tiene todo ello una dimensión que raya en lo mágico (dado que uno nunca consigue explicarlo del todo). Bien es cierto que cuando esto se trunca, cuando el potencial que cada uno lleva dentro queda bloqueado por mil imponderables, lo mágico se convierte en pura frustración. No siempre el mago tiene a su alcance todos los ingredientes para una buena pócima.
La educación desde los griegos siempre ha consistido en la transmisión cultural que los adultos ejercen sobre los jóvenes. En esta relación hay dos cuestiones fundamentales: el ejemplo y la palabra. Los niños aprenden por lo que ven, por lo que viven y por lo que oyen. Y lo hacen en relación con sus iguales y con los adultos. El problema de la escuela actualmente es que las interferencias en este proceso son apabullantes. La industria del ocio (con intenciones puramente comerciales) ha desplazado a la escuela como agente socializador. Al mismo tiempo los adultos hemos construido un mundo que, como diría Tonucci, es completamente hostil a los niños. Frente a esto lo tenemos ciertamente complicado, hay que reconocerlo. En muchos casos la escuela es la última esperanza del ser humano, el refugio postrero en el que se dilucida la batalla definitiva. Los docentes (al igual que los padres) debemos tener claro que lo primero que mostramos en nuestro quehacer educativo es nuestro propio retrato. Al igual que nos preocupamos por dar nuestra mejor imagen cuando posamos para un fotógrafo algo parecido deberíamos hacer cuando nos ponemos frente a una clase. Nuestra capacidad para ofrecer algo interesante en las clases, para resolver problemas, reconciliar con la vida, cautivar con la propia materia, abrir los sentidos y encauzar las emociones de quienes tenemos delante, etc. es la medida que habla de nosotros como buenos, o no tan buenos, 'magos'.
Resulta ya cansino a estas alturas seguir comprobando que el debate sobre el papel del docente sigue tan estancado como siempre. Hay que tener una cierta capacidad de resignación frente a los que entienden su profesión como el de meros transmisores de un currículum académico en el que ni siquiera han intervenido. El caso es que proyectan un retrato de sí mismos, una visión ideológica del mundo, del que no son, la mayoría de las veces, conscientes. Ciertamente la educación entendida de esta forma tiene mucho de funcionarial y poco de mágica. Y es lo que, a mi juicio, menos necesita nuestro alumnado. El obseso por la programación, el notario metido a profesor, es perfectamente sustituible por una colección de cd interactivos. Ahora bien, el profesor que hace de su materia un vivero de experiencias, que tiene mucho que transmitir porque ha sido mucho lo que ha vivido, que entiende la educación como la expresión máxima de lo humano, ese sí que es insustituible (e impagable).
Un error frecuente, inducido por esa racionalidad instrumental contra la que nos prevenía la Escuela de Frankfort, es la de confundir los medios con los fines. Estamos introduciendo demasiado 'ruido' en el proceso educativo. Nos hemos dejado arrastrar por esos cantos de sirena que confían en que la tecnología, al final, nos salvará. El alumno con problemas los seguirá teniendo igual con un ordenador portátil delante o frente a una pizarra digital. Otra cosa es que caigamos también en la trampa de que el objetivo de la educación es mantener entretenido al personal, para eso la tecnología sí que tiene un potencial inigualable. Esta confusión relega al profesor a la condición de 'monitor', 'operador de sistemas' y poco más. Nos hace completamente prescindibles (y hay quien piensa que no sería mala idea). Al contrario, hoy más que nunca, debemos reivindicar la figura del maestro como una referencia esencial en la formación de la persona y del ciudadano. No debemos caer en la tecnofobia pero tampoco en la ingenuidad de creer que la tecnología será la receta que acabe con todos los males que nos atormentan.
Frente a todo esto debemos reivindicar lo 'artesanal' en la educación. Lo artesano es lo que se hace con las manos, lo que está muñido a pequeña escala, lo que se cuece a fuego lento (como todas las buenas pócimas). Lo artesano se opone a lo industrial, a lo mecánico y repetitivo. Lo artesano va dirigido a la persona, lo industrial al consumidor, al cliente desprovisto de una identidad propia. La educación seriada y despersonalizada es la marca distintiva de los regímenes totalitarios. Un mago de la educación no se hace en una fábrica, se hace en un pequeño taller, en contacto con otros magos que le transmiten los arcanos del oficio. En este sentido, lo mejor que puedo decir de mí es que tuve algunos buenos maestros, algunos magos excepcionales que se cruzaron en mi vida. Algunos lo fueron incluso sin saberlo. Porque siempre me preocupó agudizar bien los oídos y empaparme de aquellos que tenían mucho que contar. Aprendí también de algunos alumnos que me devolvieron más de lo que yo les pude enseñar. Procuré y procuro apurar este regalo de la existencia que nos ha sido concedido por esta particular evolución del universo e interpretarla, según mi perspectiva, con los alumnos que el azar hizo que coincidiéramos. Aprendí mucho y bien de los libros que siempre me acompañaron y de todo aquello que me asombró y me hizo menos imbécil.
Un premio como éste se convierte en un compromiso más con esta tarea que es a la vez pasión y tragedia, vocación y destino; es una alianza renovada con esta compañera fiel -pero difícil- que es la enseñanza, un nuevo sortilegio que sumar a los anteriores.
Precioso, hay que ver qué bien bordas lo que bien conoces. Enhorabuena Damián y felices vacaciones. Un abrazo.
ResponderEliminarMuchas gracias, Emejota. Lo mismo te deseo.
ResponderEliminarMuy bien Damián, más razón que un santo...
ResponderEliminarMe marcho ya a la penin, en un par de días que tengo liadillos y con la pena de no haber podido quedar más en todos estos meses. Vete dándole vueltas a la pelota y qdamos en septiembre, pero para algo más que un café, algo tenemos que idear, un grupo de algo, que se me está quedando el cerebro nada más que para aguantar el pelo. Besos
Me pongo manos a la obra, querida AEB, y en septiembre daremos el pelotazo con algo. Un beso y cuídate de 'la caló'.
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