El pasado verano tuve la oportunidad de visitar
Praga, una de las capitales centroeuropeas que más huella me han dejado. Como siempre tengo los sistemas de alerta bibliográfica conectados compré en distintos lugares bastante material sobre el campo de concentración de
Terezin (Theresienstadt en alemán). No hice una visita al campo (o gueto pues la terminología es confusa) distante a unos 50 km de Praga, cosa de la que me arrepentí enormemente a posteriori. Hasta ese momento Terezin no era para mí sino un nombre más en la larga y siniestra lista de campos de concentración habilitados por los nazis. Cuando a la vuelta del viaje empecé a leer las guías, mapas y libros que adquirí percibí de inmediato la peculiaridad de este campo. Ya había tenido una primera aproximación cuando pude ver en la Sinagoga Pinkas, con toda emoción, la dramática exposición de dibujos realizada por muchos de los niños internos rescatada posteriormente para la posteridad.
Terezin no fue ni mucho menos el peor de los campos nazis pero en cierto sentido fue uno de los mayores monumentos al cinismo nacionalsocialista. Desde el principio fue clasificado como un campo para “judíos preeminentes”. La idea era confinar en él, al menos provisionalmente, a judíos destacados por su calidad de artistas, músicos o con contactos internacionales. Se orquestó una enorme operación de propaganda con el objetivo de hacer creer a las delegaciones extranjeras que el trato que los nazis daban a los judíos era humano y hasta en cierto sentido amable. Aparentemente Terezin estaba gobernado por un Consejo Judío, poseía un banco con moneda propia, cafés, tiendas y orquestas de distintos tipo. Esto no era sino un decorado vacío que se ponía en marcha cuando acudía alguna delegación de la Cruz Roja Internacional o de algún país neutral con el fin de realizar una inspección. Por supuesto, la red de campos de concentración y de exterminio repartidos por toda Europa estaba vedada a estas inspecciones. De hecho, Terezin fue sometido a un “Plan de embellecimiento” con el fin de mantener las apariencias. Las condiciones reales de vida de los judíos estaban tan marcadas por las penurias, las humillaciones y la brutalidad como cualquier otro campo de concentración. Los nazis llegaron incluso a realizar una película propagandística titulada “Hitler regala una ciudad a los judíos” filmada en Terezin y de la que aún se conservan fragmentos. En ella los judíos eran obligados a actuar de felices habitantes de una pequeña ciudad en la que supuestamente disfrutaban de muchas comodidades. Muchos de ellos fueron, una vez acabada la grabación, deportados a Auschwitz.
Por este campo pasaron una amplia nómina de personas relevantes en su ámbito de trabajo. Abundaron los músicos y los escritores. Hay dos personajes que me gustaría destacar:
Ilse Weber y
Rafael Schächter. La primera fue una compositora y escritora judía que fue internada en Terezin junto a uno de sus hijos. Consiguió enviar al mayor a Suecia antes de ser detenidos. En Terezin trabajó en la enfermería pediátrica durante dos años. Siguió componiendo canciones y nanas y se dice que cuando fue finalmente deportada a Auschwitz arropó a los niños y les cantó una de sus nanas mientras se dirigían todos a las cámaras de gas. Rafael Schächter fue un director de orquesta que a partir de una sola partitura y de un piano sin patas encaró la impresionante empresa de interpretar el Requiem de Verdi con un grupo de coralistas a los que les hizo aprendérselo de memoria. Los nazis encontraron una nota de humor negro en el hecho de que unos judíos abordaran la interpretación de un réquiem cristiano (una misa de difuntos). Pero para los judíos fue una empresa que representó un desafío y un grito de denuncia y libertad. Una de las últimas interpretaciones fue llevada a cabo ante una delegación de la Cruz Roja Internacional. El éxito de la representación no impidió que acto seguido la mayoría de los participantes fueran deportados a Auschwitz, entre ellos el director. El 21 de mayo de 2006, la orquesta y coro de la Universidad Católica de América interpretó de nuevo el Réquiem de Verdi en Terezin como un merecido homenaje, a la que asistió alguno de los escasos supervivientes.
Soy de los que cree que la experiencia del Holocausto representa la quiebra del humanismo, el hecho más dramático de la contemporaneidad. Como profesor estoy convencido de que hay que “educar contra Auschwitz”, contra la barbarie que nos acompaña y que pugna siempre por imponerse. Independientemente de nuestro ámbito cultural e histórico de procedencia, el Holocausto incumbe a la Humanidad entera y mantener su memoria es un deber ético ineludible.