Hasta hace poco la idea de ‘Estado’ (con permiso de los
neocon), era todavía un cierto garante de protección social y redistribución de
la riqueza (he dicho “un cierto garante” –que está claro que la cosa nunca ha
sido para tirar cohetes). Pero he aquí que en los avatares del turbocapitalismo
nos vamos enterando de que incluso el Estado se ha convertido en una
corporación más. No sorprende, por tanto, que se hable ya alegremente de cosas
como la ‘marca España’ y otras zarandajas nada inocentes. En efecto, el Estado
es ya una marca de consumo ligada a una especie de trust empresarial. Pero a
diferencia del trust clásico donde un conjunto de empresas están controladas
por una misma dirección son estas las que ejercen el control real del Estado. Mientras
estábamos ocupados con la cosa del fútbol o decidiendo si unos eran naciones y
otros nacionalidades el asalto al Estado por parte del poder económico y financiero
se ha completado con un éxito rotundo. Ahora resulta que el poder ejecutivo se
ha transformado en una suerte de consejo de administración y el Congreso de los
Diputados en una asesoría legal.
En este contexto, titulares como el que no
hace poco sacó un periódico de la derechona de este país cobra todo su
significado profundo: “La ultraizquierda arruina la marca España”. Hacía poco
que no leía algo tan tendencioso en apenas tres sustantivos y un verbo. Todo el
que se mueve en este país pertenece al peligroso y cavernario mundo de la
ultraizquierda que arruina (es decir, destruye,
echa a perder) la línea de productos
comerciales en lo que se ha transformado el término ‘España’. Así que lo que
nos toca a partir de ahora es enfundarnos en un traje de faralaes y poner cara
de eterna fiesta a ver si logramos vender un par de fregonas más, algún que
otro jamón de jabugo y llenamos las infectas torres de apartamentos de Torremolinos
o Los Cristianos de buenas remesas de turistas empobrecidos de Manchester.
Cualquier otra actitud es poco menos que sospechosa de alta traición. La
derechona apuesta por la vieja política de barrer la basura debajo de la
alfombra, por mucho que esa ‘basura’ tenga el aspecto de casi seis millones de
parados y decenas de miles de personas vilmente expulsadas de sus viviendas. En
este nuevo orden de cosas nos acercamos peligrosamente a un mundo de ciudadanos
(con poder adquisitivo) y súbditos (que no tienen donde caerse muertos), a una democracia del capital que es tanto como
decir una tumba para los derechos civiles. Lo peor de todo, sin embargo es que
el vulgo, haciendo caso del papel que le corresponde, santifica esta política
por activa y por pasiva (a las elecciones gallegas me remito). Así que,
conciudadanos, ¡a portarse bien! para que las élites políticas y económicas de
este país puedan seguir pagándose el servicio y el yate atracado en Puerto
Banús. Esto es: para que el orden natural de las cosas siga su curso mientras
la Liga de Fútbol llega a su ecuador y los explotados de siempre levantan
banderas para arrojárselas unos a otros con el fin de distraerse de lo vacía
que está su cesta de la compra.