miércoles, 29 de septiembre de 2010

El Impertinente (10) Sindicatos

Normalmente suelo esperar a la publicación en papel de la Revista Tangentes para colgar en este blog mi colaboración mensual. Pero en esta ocasión, dada la jornada que estamos viviendo, no he podido resistirme a adelantarme unos días. Nos estamos jugando el expedir o no el certificado de defunción de la clase trabajadora.

Imagínese la siguiente escena: un niño cose con una gran aguja unos zapatos, está encadenado a su banco de trabajo, se encuentra en una gran sala lóbrega junto a muchos otros niños y adultos en las mismas condiciones. Trabaja unas catorce horas diarias. Recibe un mísero salario que apenas le da para comprar unos mendrugos de pan y un poco de leche al día. Por supuesto no tiene días libres y si se pone enfermo no trabaja y por tanto no cobra. Trabaja en silencio y da gracias por la suerte que ha tenido al ser “contratado” por el dueño de la fábrica. Esta era una escena habitual hace doscientos años, en los albores de la Revolución Industrial, pero también puede serlo hoy en día en muchos países en los que aún persisten formas de trabajo semiesclavo.
De ahí a los derechos de los que “gozan” en la actualidad los trabajadores, al menos en los países desarrollados, va un largo trecho. Pero lo que tenemos que tener claro es que esos derechos jamás fueron “concedidos” alegremente por quienes fundaron sus fortunas y sus imperios comerciales en la explotación de los demás. El derecho a una jornada de trabajo justa, a una seguridad social, al descanso, al derecho de huelga, etc. fue el resultado de largas y durísimas jornadas de lucha que se cobró un alto precio en formas de vida. Fueron derechos 'arrancados' a los patronos. El bienestar del que puedan disfrutar hoy en día los trabajadores no deja de ser el legado de estos pioneros. Conviene no olvidarlo porque esta desmemoria que nos caracteriza nos juega malas pasadas.
En estos días los sindicatos vuelven a estar en el candelero. Malos tiempos para la cosa sindical o, lo que es lo mismo, para la defensa laboral de los trabajadores. Me contaba hace poco un histórico sindicalistas del sector de la enseñanza, a propósito del negro panorama que tenemos por delante, que uno de los grandes errores de los sindicatos en los últimos años fue adoptar un modelo de funcionamiento que al final lo que terminó generando fue una completa desmovilización. Muchos sindicatos se convirtieron en estos años en agencias de servicios. ¿Tiene usted algún problema con su jefe? No se preocupe, nosotros se lo arreglamos. ¿Quiere hacer un viaje a buen precio? Tenemos unas estupendas promociones para nuestros afiliados. ¿Necesita un piso? ¿una tarjeta de crédito? ¿un cursito para el currículum? Esta idea de “usted no se moleste que nosotros se lo arreglamos” ha terminado por volverse contra los mismos sindicatos. Al final, el único arma del que dispone un sindicato, en una situación de conflicto laboral, es la huelga. Pero claro, ésta le cuesta dinero al trabajador y dada la situación de precariedad laboral lo indispone peligrosamente frente al empresario. Ya sea por una cosa u otra esta opción se convierte en un arma de doble filo: puede dejar al descubierto la endeblez sindical y suponer un tropiezo más en la defensa de los derechos de los trabajadores.
En un país en los que durante décadas sólo se permitía aquel engendro del 'sindicato vertical' y en el que los niveles de afiliación son verdaderamente escasos hay que tener mucha moral para dedicarse a estas cosas. Se ha desatado, además, una curiosa tendencia a denigrar a los sindicalistas achacándoles unas responsabilidades que muchas veces le corresponden a otros. En todos los colectivos humanos cuecen habas. Pero si en los sindicatos pillas a algún crápula, que los hay, entonces el mundo sindical es culpable de la muerte de Kennedy. A todos los trabajadores les conviene unos sindicatos fuertes y coherentes. Pero esta fuerza no viene de otra cosa que del respaldo del personal, de la capacidad que se tenga en un momento dado de asumir sacrificios. Como se tuvo que hacer en tantas otras épocas pasadas y que permitieron la paulatina (y dolorosa) conquistas de nuestros derechos. En caso contrario la alternativa es la más absoluta indefensión. El estar a merced de la buena voluntad del empresario de turno.
Hay que tener en cuenta que los poderosos lo son porque, entre otras muchas cosas, suelen tener a su disposición toda la maquinaria de propaganda mediática imaginable. Uno de los mantras que más suele oírse es la de que el empresario está para crear empleo. Bueno, esta es una verdad a medias. El empresario está para ganar dinero. Cosa que no me parece mal, pero hay que tener claro que para mantener los 'márgenes comerciales' si tiene que despedir a un empleado lo va a hacer. Si para mantener los beneficios tiene que aumentar las horas de trabajo con un mismo salario, lo va a hacer. Si tiene incluso que “pactar” una disminución del salario para “conservar” el trabajo, lo va a hacer (y que conste que no estoy pensando en el pequeño empresario, a quien considero un trabajador más). Ya se oyen voces incluso que tachan a los sindicatos o a las reivindicaciones laborales como uno de los factores que impiden el crecimiento y por tanto la creación de empleo. Hay que distraer a la legión de parados y darles enemigos fáciles de digerir. Al calor de la crisis, de reformas laborales que jamás están a favor del trabajador, corremos el riesgo de regresar al siglo XIX. ¿Volveremos a ver la escena que dibujaba al principio?

domingo, 26 de septiembre de 2010

El Catalejo (11) El e-book y la estupidez

No me queda más remedio que seguir con mi cruzada particular contra la extensión voraz del universo digital. En el marco del interesantísimo II Salón Internacional del Libro Africano (SILA), celebrado en el Puerto de la Cruz (Tenerife) se planteó, como no podía ser de otra manera, cuestiones referidas al futuro del libro, la edición y la impresión en el mundo digital que se nos avecina. No creo que mi mente esté demasiado instalada en el paleolítico. Una prueba de ello es la presente blogesfera en la que nos encontramos, una de las más rutilantes creaciones de este nuevo mundo, y que me permite difundir esta sarta de barbaridades. Sin embargo hay cosas, quiero creerlo, que asombran a cualquier individuo con un mínimo de sentido común. Algunos apóstoles de la Nueva Era Digital pretendían seducir al personal con las evidentes maravillas que se nos avecinan. Una promotora de la impresión a la carta afirmaba con jactancia que su e-book le permite llevarse setecientos títulos cuando se va de vacaciones. ¿Qué persona en su sano juicio pretende llevarse setencientos títulos cuando se va de vacaciones? ¿será que el aparatito de marras lee por ella? Otro pretendía asombrar a los editores con la posibilidad de que en el futuro pudiera insertarse publicidad en los márgenes de los libros. El día que me encuentre publicidad en los márgenes de un libro me pasaré al bando de los biblioclastas y lo quemaré sin piedad. Este mismo hombre invitaba al público a usar su e-book y comprobar el efecto realista del aparato al pasar las páginas. Por lo visto desplazar el dedo sobre una pantalla digital debe tener un efecto orgásmico superior al de hacer lo mismo sobre una antidiluviana hoja de papel. La sucesión de libros almacenados en carpetas y el efecto zoom en el tamaño de las letras mantenían a este singular personaje en un éxtasis permanente. Hasta el punto de afirmar sin rubor alguno que los lectores del futuro leerán novelas en sus teléfonos móviles. Mi mente estrecha tiene dificultades para imaginar a nadie leyendo Ana Karenina en su móvil. Supongo, de todos modos, que al ser Tolstoi una antigualla de la era de papel no será el ejemplo más indicado. Al parecer ya hay una nueva hornada de escritores ultramodernos, premiados en certámenes literarios innovadores, que están produciendo joyitas literarias adaptadas a los nuevos formatos y al nuevo lector que apenas puede encontrar un hueco entre las numerosas aplicaciones de su Ipad (¿se escribe así?) como para leer nada que le ocupe más de un minuto de su precioso tiempo virtual. Quizás parezca un tipo jactancioso y, como decía Eduardo García Rojas, reaccionario (mejor 'refractario') si digo que todo esto me parece una soberana estupidez. Me recuerda al que no sale de su casa al supermercado de la esquina sin el GPS conectado, que para eso le ha costado una pasta. La última colección de falsas necesidades esconde, simplemente, una nueva forma de hacer negocio. Del mismo modo que, de vez en cuando, nos cambian el formato de las películas para que tengamos que renovar todas las existencias, so pena de quedarnos fuera de juego y sin poder disfrutar de efectos hiperrealista, en 3D y sin tener la posibilidad de intercambiar impresiones al instante con otro espectador en Honolulu. Como para perder el sueño. El caballero ultratecnólogo no supo decirnos, de todos modos, a qué olía su e-book, pero todo llegará.

jueves, 23 de septiembre de 2010

El Catalejo (10) Salón Internacional del Libro Africano

Habría que hacer un pequeño vademécum sobre las múltiples formas del valor hoy en día. Escribí recientemente en un post que había que tener valor para presentarse en el Aaiun con una bandera saharaui. Pero también hay que tener valor, salvando las distancias, para organizar un encuentro de editores y escritores africanos en este mundo en el que nada más allá de los cuatro tópicos estúpidos de siempre mueve al conjunto de la ciudadanía. Una pequeña editorial canaria, Baile del Sol y Producciones Mirmidón, han organizado el II Salón Internacional del Libro Africano, en el Puerto de la Cruz (Tenerife) como ampliación del Encuentro de Editores de Canarias. Como lector, como amante del libro, agradezco iniciativas singulares y atrevidas como estas. Hoy he podido acceder a algunos escritores que eran, lo reconozco, completamente desconocidos para mi. Como el angoleño José Eduardo Agualusa o el editor mozambiqueño Celso Muianga. Espero que la lista se vaya completando estos días. De igual modo las mesas redondas y las actividades culturales paralelas redondean una oferta a la que un pequeñísimo y selecto público acude con indisimulado deleite.
Africa: ¡tan cerca y tan lejos! Cómo cambia la perspectiva cuando uno tiene la oportunidad de acceder por boca de los protagonistas a realidades que están a la vuelta de la esquina. Cuando se comprueba que hay una literatura viva más allá de los superventas que inundan las cada vez más magras, por otro lado, secciones de libros de las grandes superficies. Cuando tienes en la mano el libro de una pequeña editorial que ha hecho de esa edición toda una odisea. Efectivamente: hay que tener valor.

domingo, 19 de septiembre de 2010

El Catalejo (9) Funcionarios de uniforme

El Diputado del Común de Canarias (nuestro particular “defensor del pueblo”) es una de las instituciones menos conocidas y, a la par, minusvalorada de nuestra Comunidad Autónoma. Al frente está Manuel Alcaide, un señor que tenía que haber sido sustituido hace bastante tiempo y que ha llevado su cargo a unas cotas de irrelevancia hasta ahora desconocidas. De vez en cuando se descuelga con alguna declaración estentórea que despierta en el ciudadano mínimamente informado una mezcla de risa e indignación difícil de soportar. La última de este señor es su propuesta de uniformar a los funcionarios para que, en el caso de que estuvieran por ahí de pendoneo, puedan ser identificados por los ciudadanos y, suponemos, convenientemente recriminados. ¡Y no es una broma!
Quizás no hemos sabido apreciar esta nueva genialidad de nuestro Diputado del Común. Llevo unos días dándole vueltas a esta idea y debo reconocer que tiene su cosa. Propongo, al menos para los docentes, un uniforme de húsar, de color rojo inglés, con una media capa azulada y un gran sombrero negro que nos haga parecer más altos. Esto nos daría mucha más prestancia y autoridad, que buena falta nos hace. El que conozca la función docente sabrá que es completamente imposible que nos puedan pillar tomando un cortado en la calle, por lo que el ciudadano no correrá el riesgo de sentirse intimidado ante tanta chatarrera. Pero claro, ya puestos, no nos quedemos aquí. Nuestro jefe supremo, el presidente del Gobierno de Canarias, debería llevar, como es lógico, una piel de cabra, un tocado a juego y un banot en la mano, como un nuevo mencey que vela por nosotros al frente de su tagoror. El resto de cargos políticos, desde un consejero a un humilde concejal, podrían vestir las distintas variantes de nuestros trajes folklóricos: de gran gala para un alto cargo y de pescador descalzo para un edil de un pueblo de menos de tres mil habitantes. ¡Y nuestro flamante Diputado del Común no se iba a quedar atrás! Quizás un traje de arlequín no le vendría mal, en consonancia con sus tan altas funciones.
Dicho esto hay que dejar claro que la responsabilidad última de la situación en la que se encuentra la institución del Diputado del Común, completamente desactivada, es de nuestro parlamento y de las componendas partitocráticas a las que nos tienen acostumbrados. A nadie mejor que a estos benditos políticos nuestros le interesa una institución como esta reducida a una mala opereta.

PD: mientras escribo esto acabo de enterarme del fallecimiento de José Antonio Labordeta. Un político que debiera servir de ejemplo para nuestra grey gobernante.

miércoles, 15 de septiembre de 2010

Cine a solas (6) Conocerás al hombre de tus sueños

Leía hace poco a un crítico una frase ocurrente: “no debo ser un intelectual, no me gusta Woody Allen”. Está claro que Allen es un cineasta sacralizado, sobre todo en Europa. Pese a que uno le reconoce su genialidad, faltaría más, a mi con Allen me pasa lo mismo que con Almodóvar: cuando has visto un par de películas tienes la sensación de haberlas visto todas. “Conocerás al hombre de tus sueños”, la última (o penúltima, vaya usted a saber, dada la prodigalidad de este director) película de Woody Allen, sin embargo merece un punto y aparte. Hay algo en esta película que atrapa desde el principio al espectador y le pone una risa tonta que no le abandona hasta el final. La voz en off del inicio supone todo un posicionamiento filosófico: “La vida es un cuento contado por un idiota, lleno de ruido y de furia, que no significa nada”. Un arranque “shakespeareano” para una comedia donde los protagonistas parecen vivir de manera desenfocada. Todos buscan algo que se les escapa. Un claro reflejo, yo diría, de la condición humana. Un setentón que abandona a su esposa creyendo encontrar la felicidad junto a una joven prostituta a la que pretende redimir; su esposa que se pone en manos de una vidente que la estafa y que encuentra el sentido de las cosas junto a un viejo bibliotecario espiritista. La hija de los anteriores harta de su marido, un escritor fracasado, y que está colada por su jefe, que a su vez se ha liado con su amiga. Y el escritor fracasado que pierde el sentido por la vecinita de enfrente. Con estos ingredientes, la película tenía que ser un exitazo. Vayan antes de que su sitio en la cartelera lo ocupe alguna superproducción en 3D con una millonada de pasta para promoción mediática.

sábado, 11 de septiembre de 2010

El Aula (7) Vivir para enseñar, decían

Me comentaba ayer mismo un campañero ya veterano, en uno de estos almuerzos tan necesarios para la buena marcha de un centro, que había estado gran parte de su juventud viajando por Sudamérica y por otros países como Alemania y Francia. Estudiaba, trabajaba y se empapaba de la vida y la cultura de los sitios por los que pasaba. Siempre pensó que eso era lo que enriquecería de verdad su posterior actividad como docente. Realizó estudios avanzados de Literatura Sudamericana en Colombia, participó del clima de exaltación política en el París pos-sesentayochista, trabajó duramente en la construcción en Munich, donde coincidió con las Olimpiadas y vivió el clima de terror posterior al atentando contra la delegación israelí. Nacido en una familia humilde de ocho hermanos, fue lo que los americanos llaman “un hombre hecho a sí mismo”. Otros compañeros y yo asistíamos encantados a los avatares de este hombre. Sin embargo una frase que me conmovió fue la que pronunció al terminar su relato: “pensé que esto me serviría como profesor y no encontré a nadie que le interesara”. Me pareció no sólo una 'tragedia' personal sino una metáfora de la condición humana. Nuestra incapacidad para valorar y aprender de la experiencia de los demás, el desprecio social por todo lo que no represente lo novísimo, la entronización de la estupidez y lo trivial, el culto a lo joven en su faceta puramente estética son cosas que nos están pasando factura, sobre todo en la enseñanza. No podemos permitirnos desaprovechar el caudal de experiencia vital y profesional de muchos docentes, aun al final de su vida laboral, puesto que al igual que alguien que comienza su andadura con entusiasmo y energía, representan también un valor insustituible. Al menos, quienes coincidimos en aquella esquina de la mesa pudimos disfrutar, entre el bacalao y el vino de la tierra, de una vida bien vivida.

martes, 7 de septiembre de 2010

El Impertinente (9) ¿Tienen derechos los animales?

El movimiento de defensa de los derechos de los animales no es cosa de ahora. Quien se dé un paseo por Madrid un Domingo de Ramos por la mañana podrá asistir al funeral que un numeroso grupo de defensores de los animales escenifica todos los años. Es algo verdaderamente tétrico: un desfile con ataudes, fotos de animales torturados y horribles sonidos de mataderos. Para salir corriendo. Quienes llevan denunciando los ensayos clínicos con animales, su uso en los circos (y su confinamiento en los zoológicos) y el abandono de mascotas (entre otras cosas) lo han hecho de una manera muchas veces sorda pero constante. Incluso un grupo de personalidades, agrupadas bajo la denominación “Proyecto Gran Simio”, pretende extender a éstos algunos derechos de los que gozamos (supuestamente) los humanos. La oposición a las corridas de toros es tan vieja como la tauromaquia. Hay que admitir, con todo, que en estos momentos la cosa está en boca de todos debido a la reciente decisión del parlamento catalán sobre la “Fiesta Nacional”.
Pero ¿tienen derechos los animales? He aquí el núcleo de la cuestión. Ya los antiguos griegos introdujeron una separación básica entre lo natural (“physis”) y lo social (“nomos”). En el primero sólo rigen las leyes de la naturaleza, necesarias e inapelables, mientras que lo segundo, en cuanto que construcción humana, se caracteriza por la convencionalidad de las normas y los modos de vida. Los derechos pertenecen al mundo del “nomos”, de lo social. No hay “derechos” en la naturaleza. En realidad, ni siquiera hay una idea de lo bueno o lo malo, de lo bello o lo horroroso. Estas son ideas que pertenecen a nuestra cultura y sobre la que los humanos ni siquiera nos ponemos de acuerdo. Una puesta de sol no es bella en sí misma, es lo que es; es nuestra sensibilidad la que lo ve de esa manera. Si partimos, además, de que el concepto “derecho natural” (tan del gusto de la iglesia) es una contradicción en sus propios términos y de que el género bíblico poco puede aportarnos hoy en día ¿cómo enfocar esto?
A lo largo de los siglos la civilización occidental (prefiero ceñirme a ésta para no complicar más aún el tema) ha ido desarrollando códigos normativos que han tratado de regular la vida social, algunos hechos a medida de los poderosos y otros (los menos) pensando en el bien general. Después del periodo ilustrado comienza a extenderse la idea de que el ser humano tiene unos derechos inalienables. Tras muchos avatares, en 1948, la ONU aprueba la Declaración Universal de los Derechos Humanos. Esto fue el resultado de un largo y complicado proceso de debates, polémicas y, finalmente, acuerdos. No hubo (que se sepa) ingerencia divina ni se dedujo de ninguna ley natural.
Se ha dicho que una sociedad con un alto grado de progreso moral ha de ser justa y (con perdón) compasiva. Debemos, prioritariamente, luchar en pro de que los Derechos Humanos, que se encuentran bajo mínimos, lleguen al mayor número de personas posibles en cualquier rincón del planeta. Paralelamente este trato compasivo, esta extensión de derechos, en la medida en que la ciudadanía y sus representantes considere que también constituye un progreso moral indudable, puede y debe extenderse a los animales. En cualquier caso será fruto del debate y del consenso. Que un parlamento haya llegado a la conclusión de que la Fiesta de los Toros debe ser prohibida (al margen de otras consideraciones políticas), puesto que constituye un claro ejemplo de maltrato animal, no deja de ser simplemente un acto democrático. Es cierto que en este caso se da un conflicto con una tradición cultural y una actividad económica. Pero la democracia está antes que otras consideraciones, y más si ésta viene acompañada de una exposición de argumentos y un debate sereno. Ya existen leyes que protegen a los animales y que regulan nuestro trato con los mismos y a muy pocos se les ocurre pensar que esto es un disparate.
¿Tienen derechos los animales? Tienen los derechos que los humanos querramos que tengan. Y el hecho de que se los atribuyamos nos hará, sin lugar a dudas, mejores personas.

sábado, 4 de septiembre de 2010

La II Guerra Mundial (4) Maus, de Art Spielgeman

Art Spiegelman es un grafista estadounidense hijo de unos judíos polacos que vivieron el terrible episodio del holocausto. Su madre y su hermano pequeño, a los que nunca conoció, sucumbieron y sólo su padre sobrevivió. En “Maus” (Reservoir Books 2009), publicada con notable éxito en 1973, Spielgeman narra la vida de su padre. Lo hace mediante las conversaciones que el hijo tiene con su padre ya mayor y en las que los recuerdos van tomando cuerpo. Éste, sin embargo, es un hombre lleno de miedos y obsesiones, un anciano con el que la convivencia es casi imposible. Art no hace ningún retrato edulcorado. Y pese a esto uno no puede dejar de empatizar con ese viejo (ratón) cascarrabias y, sobre todo, superviviente de mil peripecias.
No se trata, ni mucho menos, del primer cómic sobre el holocausto, pero lo que llama de entrada la atención de “Maus” es la caracterización de los personajes: los judíos son ratones (de ahí, lógicamente, el título del libro), los nazis gatos feroces, los polacos cerdos y algún inglés que aparece esporádicamente es un pescado (no sé si por su afición al fish and chips). Esto, aparte de una declaración de intenciones, resulta un planteamiento del todo innovador (algunos dirían que atrevido) puesto que estamos hablando de un cómic (o novela gráfica) que trata sobre el delicado tema del holocausto judío en la II Guerra Mundial. El género concentracionario se caracteriza por unos esquemas morales muy ajustados, donde las aventuras que pudieran minusvalorar los hechos o confundir la dialéctica víctima / verdugo se miran con lupa. El libro de Spiegelman innova en las formas pero mantiene el canon en el fondo. Su grafismo escueto consigue, sin embargo, transmitir muchísimas emociones. Esta obra le supuso a Art Spiegelman los premios Max, Harvey y Pulitzer, entre otros reconocimientos. Muy recomendable.